Imágenes de los años cuarenta en Gazcue

Imágenes de los años cuarenta en Gazcue

Mis recuerdos habrán de ser muy distintos a lo de cualquier niño de aquellos años. Fue mi madre  quien me enseñó a leer. Se había graduado de maestra en el Instituto  de Señoritas creado por Salomé Ureña y sus compañeras eran Urania Montás, Leonor Feltz y otros nombres ilustres. Conchita Pellerano –mamá- era maestra, auténtica Maestra, de la llamada Escuela de las Pellerano, hasta que mi padre se apropió de ella mediante matrimonio y desaprobó el contacto con el mundo externo. Nací al año y medio de la boda y entré en el mismo circuito.  Recibía lecciones en casa. En los años cuarenta nos mudamos a la calle Dr. Delgado #33, esquina Santiago,   parte del rosario de viviendas que construyó Mon Saviñón alrededor de esa esquina. Estrenamos la vivienda. Frente estaba un solar baldío que permitía ver la calle Danae al otro extremo. Podíamos escuchar el piano de Aída Bonnelly a través del gran solar, hoy lleno de edificaciones. A  mí me asustaba –no sé por qué- la cercanía de la casa con el exterior, y, aún niño, me cercioraba de que la sólida puerta de entrada estuviese bien cerrada, más aún cuando, al abrir una mañana las persianas, vi el rostro de un negro extrañamente pegado a  las mismas. Tal vez no era un delincuente peligroso, pero su rostro, su mirada filosa y amenazante me hizo desarrollar un miedo por las persianas, que aún perdura como una leve sombra.

¡Cuán dulce y suave era la vida allí!  Los arbustos, los jardines, aquellas hojillas ovaladas, tiernas y aromáticas que esparcían su aroma desde el borde de las aceras, tenían toda la ternura de la naturaleza y uno sentía la Creación. Por las mañanas pasaban vendedoras de vegetales variados, verduras y flores, con su caminar cadencioso,  su canasta oscilando en la cabeza y la ya conocida voz anunciando: ¡Marchanta, llegó la marchanta! Mamá salía a la puerta y le compraba lo que se necesitaba para el día. Una mañana coincidió que mi padre salía en el momento de la compra. Le dijo: -A usted se le compra todos los días, ¿usted fía? ¿se le puede pagar mañana?

La mujer cambió el rostro y repuso secamente, “No señor, yo no fío”. Entonces papá dijo, “¡Pues aquí al que no es capaz de fiar no se le compra!”. Por las tardes pasaba un refugiado alemán, muy alto y delgado, con pálidos ojos verdes velados de tristezas, vendiendo unos pequeños dulces rosados cubiertos de azúcar pulverizada. Él anunciaba algo que no se podía entender pero sonaba a lamento y desconsuelo. Una tarde yo practicaba el violín en el balcón cuando él pasaba. Se detuvo y sacó una sonrisa del fondo del baúl de sus recuerdos y simplemente asintió con la cabeza.

El ritual de las mañanas era la llegada del Padre Robles Toledano quien, después de oficiar la Misa, iba a casa y, desde la entrada pedía con alegre voz “un cafezaso” y entraba al abierto dormitorio de mis padres donde todavía papá estaba remoloneando en la cama, pidiendo café… los cigarrillos… “Conchita, traeme agua”… más café… y a veces se  regañaba a sí mismo diciéndose,   “   ¡Bienvenido, tú si jodes!”

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