Imágenes perennes

Imágenes perennes

VLADIMIR VELÁZQUEZ MATOS
Cuando nuestro espíritu se conmociona arrobado ante la lectura de un extraordinario libro, o la contemplación de la obra pictórica de un gran maestro, o quizás, escuchando una bella y elocuente pieza sinfónica o lieder, la descripción de tal emoción es indescriptible; solo tenemos la sensación de que algo venido como del absoluto nos toca la cervis y se esparce como agradable hormigueo por toda la piel invadiendo de exultante y renovadora energía lo más profundo de nuestro ser, llevándonos a tal dimensión de gozo, que una vez experimentado, no somos la misma persona.

Eso le ocurre al ente sensible frente a las obras maestras, o lo que algunos denominan «síndrome de Stendhal».

Y algo así nos ha ocurrido en estos días pero con una obra del séptimo arte, como tal vez hacía mucho no nos ocurría, pues hemos visionado una película realmente maravillosa, o quizás, milagrosa, debido a su sin igual calidad plástica, a su historia tan conmovedora como poética, al sorprendente y absoluto dominio de los recursos del lenguaje cinematográfico, pero por sobre todas las cosas, por el maravilloso mensaje que encierra, haciendo que su disfrute sea una verdadera experiencia trascendente como sólo las genuinas obras de arte tienen la facultad de obrar en la conciencia de quienes las contemplan, es decir, de crear un espacio en nuestra imaginación para que germine la fantasía y la sensibilidad. Tal es el caso de la película «Héroe» del gran maestro chino Zhang Yimou.

Cuando decimos que en nuestras pantallas no se veía un film de esa categoría, nos llega a la memoria la impresión que nos dejó hace veintitantos años la visión de «Kagemusha» (La sombra del guerrero) de Akira Kurosawa, una película de una plasticidad tan sublime que aunada a una historia tan impresionante como profunda y hermosa, aún está perenne en la memoria de todos los cinéfilos que tuvimos el privilegio de verla, pero en la presente que hacemos referencia, Héroe, con el estilo sutil y pletórico de riqueza visual, de simbolismo con el color, siendo éste su principal protagonista y como es característico en la obra de Yimou, nos hace recobrar esperanzas en un lenguaje que, debido al vulgar comercialismo y adocenamiento de la gran industria, específicamente la hollywoodense, nos estaba haciendo caer en el desconcierto, la total y profunda decepción, con relación a lo que este gran arte, el cine, en estos últimos años era capaz de ofrecer, y que con la presente película de factura totalmente china, se reivindica como el más completo y eficaz medio para expresar ideas y emociones, pero principalmente, como medio de creación de belleza, de poesía, lo cual parece estar tan ausente en estos tiempos de tecnificación y ramplón individualismo.

La historia se basa en hechos reales e imaginarios cuando China estaba dividida en varios reinos que un déspota, el emperador Qin (quien después edificara la gran muralla), buscaba despóticamente unificar, y que para tratar de impedirlo, un asesino llamado «Sin nombre», urdió un ingenioso plan para matarlo.

La narración de la misma gira en torno a diversas historias contadas sobre el mismo acontecimiento, tal como ocurría con otro clásico del cine universal, «Rashomon» (del mismo Kurosawa), en donde el director chino, en un alarde de magistral virtuosismo en el uso de los encuadres y movimientos de la cámara, la composición rítmica de las masas dinámicas en los diversos planos (como si de una pintura se tratase), del color en el vestuario y el movimiento coreográfico de actores en las batallas y peleas cuerpo a cuerpo, el uso expresivo y poético de la iluminación, de la música y los efectos sonoros de acuerdo al estado psíquico de los personajes, y la soberbia edición, crea una de las obras más bellas y apasionantes que nadie recuerde, amén de la multiplicidad de lecturas que la misma ofrece al espectador. Como ejemplos emblemáticos, según creemos, están la secuencia de los arqueros del emperador atacando con sus flechas a la comarca del os calígrafos, el duelo de las guerreras en el torbellino de hojas en el bosque otoñal, o la lucha entre el asesino y el emperador en el salón de los cortinajes de seda verde, los cuales, desde nuestro humilde punto de vista, son pura antología en el arte de hacer imágenes en movimiento.

Otro punto a su favor y que la redondea como una genuina pieza maestra, es su mensaje universal, que en estos tiempos de desmoronamientos de los ideales patrios y nación que imponen los adalides globalizadores, es el abogar por la unión de los pueblos, por el autodescubrimiento, como ocurre con los dos protagonistas principales, en el trabajo mancomunado por levantar ese ideal colectivo que denominamos patria, y que, en el presente filme, reivindica como su razón de ser, y que va más allá del individualismo por el ser colectivo, y que propone uno de los guerreros, «el calígrafo», con dos simples palabras: «Nuestra Tierra».

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