Imaginaciones para el Presidente

Imaginaciones para el Presidente

R. A. FONT BERNARD
Imaginar significa, evadirse de la cotidianidad. Es posible imaginar que se es un caballero de la Tabla Redonda del Rey Arturo, en el siglo III, o que se es un viajero sideral, en el Apolo II de la NASA. Con la particularidad de que los imaginativos de la “tercera edad”, podemos caer en la tentación de creer, que cuando se nos dice que todo lo viejo es añoso, imaginamos que los jóvenes que intentan triunfar, deben beneficiarse de las experiencias, de quienes les han precedido. Sobre todo, en lo relativo a las particularidades de la actividad política.

Transitando ya por el camino del crepúsculo, recientemente se me ha ocurrido imaginar, a un doctor Leonel Fernández, a edad sexageneria y nueva vez, en el ejercicio de la Presidencia de la República, mirándose en el espejo del pasado, con la admisión de que, como está demostrado, al líder político lo hacen las circunstancias y en cierto modo, el azar. En esa etapa, que podría ser la última como Jefe del Estado, lo imagino persuadido de que ya no es el joven profesor, impartiendo docencia en una universidad, sino el Presidente de la República y Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas y de la Policía Nacional, responsabilizado con la preservación de la institucionalidad democrática de la nación.

Lo imagino, prohijando desde el poder, la revolución democrática pendiente, conforme a la cual, todos los ciudadanos se sientan en un estado de liberación social, y no como parías, en un estado de subestimación. O sea, la revolución dirigida por la sensatez desde el poder, para contener la popular, inevitablemente sangrienta.

Lo imagino, higienizando todo lo que está podrido en nuestra sociedad, consciente de que, de acuerdo con la sentencia hostosiana, la descomposición moral no es un estado social, sino político.

Lo imagino, convencido de que el poder exige una plena dominación de sí mismo, con el trazado de una línea convergente, entre el yo y los intereses, públicos y privados, que rondan en torno a quien lo detenta.

Lo imagino, constituido en el guardián del legado político de su mentor, el profesor Juan Bosch. De quien se puede decir, rememorando a José Martí, que cuando ascendió a la inmortalidad, “tenía limpias las alas”.

Lo imagino, enterado de que cualquier diccionario latino, dice que “persona” quiere decir “máscara”, por lo que ninguna actividad humana está tan cerca del teatro como la política. Y que en la política como en el teatro, un acontecimiento fortuito, puede obligar a descender el telón, antes de que finalice la trama.

Lo imagino, conocedor de que el poder político, tiene sus propias limitaciones, y que es ubicuo en el tiempo y en el espacio. Que el poder es una función teatral, en la que el primer actor, no debe ceder su protagonismo a los actores secundarios.

Lo imagino, enterado de que, como en la comedia de don Jacinto Benavente, titulada “Los intereses creados”, una coma, perversa o interesadamente corrida, en una orden presidencial, puede desnaturalizar la división del que manda y ordena.

Lo imagino, que como el doctor Joaquín Balaguer, el está autorizado a decir, que todo lo que es, se lo debe a su talento y a su cultura. Y a ese poder intangible, que el general Pedro Santana solía llamar “el aquel”.

Un maestro de ciencias políticas, de la época renacentista, llamado Francisco Guicidiani, cuyas obras presumo que están en la rica biblioteca del doctor Fernández, alerta a los detentadores del poder, con el señalamiento, de que “quien quiere actuar, no debe dejarse quitar las manos, de los asuntos públicos”.

En las “Analectas”, que datan del siglo XVI, Tso-Kung le pregunta al maestro, acerca de los requerimientos del gobierno, a lo que el Maestro respondió: los requisitos del buen gobierno son tres: que hayan suficientes pertrechos militares, suficientes alimentos y suficiente confianza del pueblo en su soberano. Pero al preguntar nueva vez a Tso-Kung, si se hubiese de prescindir de dos de ellos, el Maestro contestó: “Que sean los pertrechos militares y los alimentos, porque desde antiguo se sabe, que la muerte ha sido la suerte de todos los hombres, pero si el pueblo pierde la fe en los que lo rigen, entonces no hay modo de que se sostenga el Estado”.

Porque desde hace aproximadamente diez años, predije que el doctor Leonel Fernández sería -como lo es en la actualidad- el más confiable de los líderes políticos de nuestro país, me tomo la licencia de formularle los siguientes mensajes: El primero de ellos, mi anticipada creencia, de que a edad sexagenaria, estará convencido, de que el azar no es una rueda que gira, sino un carro, en el que no se puede ir permanentemente sentado; la segunda, que quienes ejercen el supremo poder de la Nación, -en un país como el nuestro, calificado por el profesor Juan Bosch, como el de más baja moral política en la América Latina-, no deben tener amigos privilegiados, ni funcionarios que invocando méritos, se consideren irremplazables.

Con el adendum, de que bajo la superficie del poder, circulan corrientes subterráneas, que unas veces son veneros cristalinos, y otras veces, aguas portadoras de inmundicias.

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