Impresionismo y transformación

Impresionismo y transformación

¿Qué obliga a colocar las prácticas artísticas (pintura, música, cine, escultura, dibujo) y otras prácticas sociales como las señales del tránsito, los códigos de navegación aérea o marítima, el alfabeto gráfico, el alfabeto de Braille o Morse, la publicidad, etc., en el dominio de la semiótica?

Primeramente, el hecho incontrovertible que tanto esas prácticas artísticas no usan, para su realización, el lenguaje humano, y humano aquí es un pleonasmo, pues no hay más que un lenguaje, que es el de los seres humanos, ya que los demás usos de la palabra “lenguaje” son metafóricos.

En segundo lugar, lo ha teorizado ya Benveniste en su célebre ensayo “Semiología de la lengua”, que tales prácticas artísticas o sociales, para que los humanos las puedan entender, deben ser interpretadas por otro sistema semiótico especial: la lengua en función de discurso, en razón de que esta posee la doble calidad de ser a la vez sistema semiótico y sistema lingüístico, o sea, que ella es el interpretante por excelencia de los demás sistemas de signos de la sociedad. La lengua es transistemática: interpreta los demás sistemas semióticos y se interpreta a sí misma, algo que los otros sistemas semióticos no pueden realizar.

¿Tiene la pintura como sistema una unidad mínima y puede descomponerse, a semejanza del signo lingüístico? No. La unidad mínima de significación de la pintura es el cuadro. Benveniste se planteó el problema: “¿hay algo en común en el fundamento de todas estas artes, de no ser la vaga noción de ‘plástica’? ¿Se halla en cada una, o siquiera en una de ellas, una entidad formal que pudiera ser la unidad de la pintura o del dibujo? ¿La figura, el trazo, el color? Formulada así, ¿tiene aún algún sentido la cuestión?” (“Problemas de lingüística general II”. México: Siglo XXI, 1979, art. citado, p. 60).

Él acota: “Ninguna de las artes plásticas consideradas en su conjunto parece reproducir semejante modelo. Cuando mucho pudiera encontrarse alguna aproximación en la obra de tal o cual artista; entonces no se trataría de condiciones generales y constantes, sino de una característica individual, lo cual una vez más nos alejaría de la lengua.” (Ibíd.)

La observación de Benveniste nos remite a la unidad e irrepetibilidad de la obra pictórica o cuadro y a su realización por un sujeto único y contradictorio. El pintor orienta su estrategia a transformar la significación de la práctica que ha encontrado en el contexto de su época y, si es creativo, innovador, a inventar lo desconocido, explotando al máximo los códigos pictóricos hasta hacerlos reventar a través del valor, el que incluye una crítica radical, total o parcial de los sistemas ideológicos donde descansa el mantenimiento del orden social.

El pintor que no realice esta transformación pinta como Benveniste dice: “La unidad y el signo deben ser tenidos por características distintas. El signo es necesariamente una unidad, pero la unidad puede no ser un signo. Cuando menos de esto estamos seguros: la lengua está hecha de unidades y esas unidades son signos. ¿Qué pasa con los demás sistemas semiológicos? (Ibíd, p. 60).

La música tiene en la nota su unidad discreta, pero esta no es un signo. Razón por la cual “los sistemas fundados en unidades se reparten entre sistemas de unidades significantes y sistemas de unidades no significantes. En la primera categoría pondremos la lengua; en la segunda, la música. (…) En las artes de la figuración (pintura, dibujo, escultura) de imágenes fijas o móviles, es la existencia misma de unidades lo que se torna tema de discusión ¿De qué naturaleza serían? Si se trata de colores, se reconoce que componen también una escala cuyos peldaños principales están identificados por sus nombres. Son designados, no designan: no remiten a nada, no nombran nada de manera unívoca. El artista los escoge, los amalgama, los dispone a su gusto en el lienzo, y es solo en la composición donde se organizan y adquieren, técnicamente hablando, una ‘significación’, por la selección y la disposición.» (Ibíd, pp. 61-62)

“Almuerzo sobre la hierba”, de Manet, 1863 (Cat. P. 87) es un guiño a un cuadro similar de Monet pintado en 1860. Pero en este último no aparece la fractura a la ideología moral del bonapartismo, es decir, la mujer desnuda frente a dos hombres que conversan con la mayor naturalidad del mundo, como si esa inquietante mujer desnuda que posa mirando al público y al pintor que la pinta, fuera lo más natural. La hipocresía del Segundo Imperio tenía su jurado “ad-hoc” para excluir, con el sambenito de indecente, a este tipo de obra.

Cuando Enrique Gervex creyó que por haber sido premiado anteriormente por el jurado del Salón se iba a salir con la suya, pero los miembros de ese tribunal rechazaron, por indecente y atentatorio a la moral y las buenas costumbres su cuadro titulado “Rolla”, 1878, Cat. P. 132, inspirado en el poema del mismo título de Alfred de Musset escrito en 1833. La hipocresía del Segundo Imperio sabía perfectamente que un miembro de su clase, Jacques Rolla, había dilapidado su cuantiosa fortuna en juegos, prostitución y desenfreno y que arruinado, Gervex lo capta en un último instante de su vida, antes de suicidarse con veneno en la misma habitación de la cortesana Marion, muy costosa para su bolsillo y quien aparece durmiendo a pierna suelta, totalmente desnuda, en su cama, mientras Rolla, deprimido, con los ojos fijos en su última aventura, trama su muerte. El poema de Musset idealiza a Rolla.

Los atuendos que adornaban a Marion (ropa interior, corpiño, etc.) aparecen por el suelo, atravesados por el obligado bastón del joven burgués como símbolo del acto sexual y el indiferentismo de la prostituta que parece decir: “Haz lo que quieras.” No es la desnudez de la mujer lo que castiga y reprime el jurado. La pintura de los siglos XVII y XVIII era inseparable del desnudo neoclásico, pero sin la presencia masculina sugeridora del acto sexual. Esa es la fractura operada por el realismo de Courbet, el impresionismo y el pos impresionismo que lograron evidenciar la hipocresía de la sociedad de su tiempo.

Lo mismo ocurrió con el cuadro “Un domingo en la tarde en el Gran Cuenco”, (1888/89 Cat. P. 268) de Jorge Seurat, pos impresionista en la variante creativa llamada puntillismo, otro ataque sutil y no menos violento a la hipocresía de la burguesía bonapartista del Segundo Imperio y su incapacidad para “divertirse con naturalidad”.

Los analistas coinciden en identificar como prostitutas a las mujeres que aparecen pescando en la isleta del Sena. Los hombres que figuran en el fondo del cuadro son los pargos. La figura principal a la izquierda está formada por un burgués (el atuendo le delata: sombrero de copa, monóculo, flor en el ojal, bastón y traje propio de esa clase) y la prostituta que viste como burguesa para darse aire de respetabilidad y, a imitación de las señoras de esa clase, anda con un perrito (símbolo de la intercomunicación con los clientes).

Pero lo que la identifica perfectamente como prostituta es la mona que está delante del vestido. Más que el perrito, la mona es el símbolo del libertinaje. En lenguaje familiar de la época, se decía “singesse”. (Continuará).

 

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