Incidentes con picoteadores

Incidentes con picoteadores

Una amiga me relató que un anciano cojo, que caminaba apoyándose en un rústico madero, le rompió con el improvisado bastón el cristal que recubría una de las ventanas de la puerta de entrada de su casa.

La reacción del matusalénico personaje se debió a que ella le daba una pequeña suma los días sábado, pero en aquella ocasión no pudo hacerlo por no disponer de monedas de baja denominación.

El incidente constituyó una demostración más de que no se debe acostumbrar a nadie a darle dinero en forma continua, porque desde la óptica del beneficiario la acción se convierte en obligación.

A un picoteador habitual, a quien de cuando en cuando, en años de la década del sesenta, le dejaba caer unos pesos, dejé de verlo durante unos meses, y me informaron que se había ido a vivir con unos parientes a un pueblo del interior.

Un día en que caminaba sin rumbo por la Zona Colonial, me topé de repente con el pedigüeño, de cuyos labios surgió una requisitoria en forma de pregunta.

– ¿Es que acaso usted cree que yo no como?

Acompañó la interrogante de una mirada de reproche que me hizo retroceder, creyendo por un momento que podría agredirme.

Lo esquivé, retomando la marcha que había detenido para escucharlo, y el hombre me siguió, equiparando su paso al mío.

– No puede ser que usted se haya convertido de pronto en una persona mezquina, avara, de corazón duro, porque Dios dijo que los tacaños van al infierno. Eso está en la Biblia- dijo, echándome un brazo alrededor de los hombros.

Rechacé con brusquedad el contacto, y redoblé la velocidad de la caminata, mientras el vividor del trabajo ajeno se alejó en dirección opuesta, seguramente en busca de potenciales proveedores.

Recientemente fui abordado por un robusto joven en el taller de mecánica donde había llevado a reparar mi modesto, añejo y achacoso vehículo.

-Yo soy un gran lector de sus escritos,  me estoy comiendo un cable, son las once de la mañana, y esta es la hora en que no le he echado nada a las tripas.

Una mirada a los molleros y al pechazo del mozalbete evidenciaba que su baja ingestión de alimentos no era algo cotidiano, pero no obstante le entregué un billete de cinco pesos.

– ¿Con esa miseria es que usted me sale a mí? No sabía que un talento como Francisco Álvarez Castellanos fuera tan duro.

Me devolvió el billete, marchándose rápidamente, y no solo me agradó recuperar el dinero, sino también comprobar que mi versátil colega tuviera fervorosos lectores.

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