Inconcebible caridad

Inconcebible caridad

Hay ateos y creyentes, leones y rotarios, fascistas y liberales. Defensores de la libertad de tránsito que no creen en el derecho a la intimidad. Hay xenófobos ecologistas, racistas vegetarianos, carnívoros que defienden la suspensión del embarazo cuando la dueña del mismo quiera. Hay homofóbicos agnósticos que no están de acuerdo con la sentencia 168 emitida por el Tribunal Constitucional, católicos que repudian a los pedófilos y progres que resuelven con un pescozón un conflicto familiar. Hay poetas que anhelan la tiranía, militantes de la libre expresión del pensamiento que justifican la pena de muerte y atisban destellos divinos en la prosa del sucesor del comandante Chávez. Hay misóginos identificados con Margaret Thatcher que confunden a Malala con una de las Kardashian.

Hay balagueristas que admiran a Fidel Castro, perredeístas clasistas, peledeístas que no recuerdan a Juan Bosch. Hay personas que atizan el poder judicial sólo para eso, para atizarlo y rechazan sus decisiones porque presumen artimaña y mala fe. Confunden obediencia con genuflexión y quizás con miedo. Remedo de otra época cuando obedecer evitaba la muerte, la prisión o el exilio. Se perciben por encima de la ley, asumen la acción pública como amenaza y la querella es para asustar. Vocingleros sin propósitos y sin soluciones, aunque desconfían del poder judicial y del ministerio público, el aparato represivo del Estado es proscenio para su pantomima. Les interesa ratificar que la ley no se cumple. Apuestan al acuerdo o a la vergüenza. Fines y medios mezclados. Anarquismo lejos de Bakunin, cerca del dembow y del exhibicionismo. Aprietan y aflojan. De ese modo el rumor público imputa y juzga, antes del fallo que no esperan. Los años pasan, los protagonistas cambian y el libreto, que antes criticaban, se repite.

La burla es evidente, mientras el hacha va y viene, aumenta la casta de intocables gracias a esos subterfugios perversos. El inventario de sentencias demuestra que sólo la marginalidad infractora es afectada, para los demás: la negociación aviesa y el desacato.

Los portaestandartes de una pretendida reconquista ética saben que sus conflictos con la ley serán resueltos en los antedespachos, con una llamada a un ministro, una consigna, un twitt o una proclama a través de un medio de comunicación complaciente. El estado de derecho, la transparencia, es para otros, por eso despliegan sus reclamos con un fervor insulso. Sociedad con agendas individuales y ningún propósito común es la nuestra, huérfana de paradigmas y ahíta de protagonistas efímeros y portentosos que hacen de la inquina y la injuria su código personal.

Cincuenta y dos años sin Trujillo, once años sin Balaguer y algunos, sin enfrentar sus propios yerros, mantienen vigencia atados a relevos bufos del autoritarismo. Detenidos, como aquella imagen de Subiela en “Hombre Mirando el Sudeste” quieren suplicios más que sentencias. Y si los suyos son amenazados con una querella o alguna decisión judicial, recurren a una malhadada caridad penal, porque sólo aspiran a la condena que afecte a sus malqueridos. Prefieren mortificar. Marcados por la transacción y la incoherencia, gestores de legendarias ficciones que sólo engatusan a los más cándidos, convierten en ágora las redes sociales. La infracción que no esté tipificada como crimen y delito contra la cosa pública, no motiva su empeño. Ejemplos de discriminación judicial, de indiferencia, cuando se producen fallos tremebundos, sobran. No ha sido posible el desgañite cuando se trata de asesinatos, estupros, narcotráfico, violencia familiar, lavado de activos, extorsión, estafas. Algo peor, si un funcionario inculpado no es de las listas de los elegidos para iniciar su cruzada redentora, el silencio se impone.

La caridad penal y la discriminación, alejan la posibilidad de enfrentar la impunidad. Develan la retaliación. La exigencia del cumplimiento de la ley debe ser para todos, sin distingos. La Constitución de la República reprueba cualquier privilegio que tienda a quebrantar la igualdad. La conmiseración para unos y el rigor para otros, confunde pero también desenmascara.

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