Incorporemos una forma singular de pensamiento

Incorporemos una forma singular de pensamiento

Fernando I. Ferrán
José Luis Alemán Dupuy (1928-2007) es, como santo Tomás Moro, un hombre de su tiempo y para todos los tiempos. Su labor de economista, educador, articulista, orientador y sacerdote jesuita solamente fue superada por su indiscutible sonrisa e inalienable bondad. Sirvan estas líneas para rememorar la talla ejemplar de ese ser humano entre tantos otros
Un hombre entre los demás hombres. Afable, solidario, estudioso, distendido y siempre deferente, Alemán fue agraciado con una mirada cristalina y un inefable y chispeante buen humor caribeño.
Saltó de su improvisada cuna en México a la Cuba capitaleña. Esta lo dotó de patria chica, antes de que se revistiera y persignara en un noviciado jesuita. Pasó por una España que lo dotó de pasaporte y de profunda cultura humanística rumbo a la seria y no menos apasionada Alemania. En Frankfurt-am-Main fue, como solía recordar con chispa, el único alemán, por demás docto en teología y más en economía.
Como confesaba en la intimidad de ciertas conversaciones, fue en esa ciudad financiera de la entonces Alemania Federal donde reflexionó acerca de lo endeble pero también lo cruel que llega a ser el ser humano –sobre todo los que alardean tanta cultura como modernidad– haciendo a la usanza ignaciana composición de lugar y aplicación de los sentidos para orar en medio de cámaras de gas, en ghettos judíos, y zonas urbanas totalmente arrasadas por los bombarderos aliados durante la Segunda Guerra Mundial.
En tan largo caminar, ni reveló ni develó ante alguna mirada curiosa que, como cualquier otro ser humano, guardaba en sí mismo lo que podemos denominar a la usanza bíblica como un sancta sanctorum personal.
Su secreto. En medio de una sociedad en franca transformación modernizante, el P. Alemán se mantuvo ceñido en todo momento por la pobreza, la castidad y la obediencia religiosa, especialmente al Sumo Pontífice. Y no obstante esa vida, su quehacer académico pareció siempre más apremiante y eminente que su presencia en el confesionario, en la celebración eucarística y en las homilías dominicales en la cibaeña comunidad parroquial de San Bartolo, en Gurabo, o en alguna otra localidad.
De manera que, parafraseando a Carlos Marx cuando se refería a Ludwig Feuerbach como el más materialista de los idealistas y el más idealista de los materialistas, Alemán parecía a muchos como el más incrédulo de los creyentes y el más creyente de los incrédulos.
A mi entender, José Luis Alemán cargó en su propia intimidad con el rigor y la tensión existencial que debió implicar ser lo que no parecía ser. Y lo asumió en medio de profundas y radicales transformaciones sociales e incluso aceleradas revoluciones políticas e institucionales, como la cubana en 1959 y la dominicana en 1965, por ejemplo.
En efecto, vivió su cuestionada fe religiosa y por eso quiso, más allá de sambenitos tipo “la religión es el opio del pueblo”, explicar y dar razón de su plena confianza e incondicional entrega a un sujeto humano que, por ser Dios, se supera a Sí mismo, en particular, tras su muerte y resurrección corporal.
La controversia china. Rara vez el Padre Alemán escribió acerca de cómo se comprendía a sí mismo, excepto la vez que a propósito de “la posibilidad de una moral no teológica” exclamó, como salido de lo más profundo de su propio ser, que:
“Recordando el drama de la controversia acerca de los ritos chinos, confieso que soy jesuita”.
¿En qué consistió esa controversia? Durante los siglos XVII y XVIII los misioneros jesuitas en China laboraban en dos tareas de difícil complementariedad. En la corte imperial, un grupo de científicos en las áreas de matemáticas, astronomía y mecánica fungían como consejeros, vivían allí y renunciaban a la predicación explícita; y llegaron incluso, tras largos debates de conciencia, a producir cañones para evitar las dinastías mongolas. Al mismo tiempo, en el ámbito popular, muchos de sus compañeros convivían con la población pobre y actuaban como misioneros.
Un punto de unión importante para ambos grupos fue la aceptación de los ritos confucionistas como costumbres folclóricas, relativamente indiferentes en términos teológicos, en lo que a la moral se refería. Sin embargo, para una Europa aún creyente en la práctica y en su cultura se trataba de una novedad escandalizadora: para muchos la única moral posible era la cristiana y había que rechazar como anticristianos los ritos y oraciones familiares tradicionales en China o, para esos efectos, las tradiciones de cualquier otro lugar y cultura.
Alemán no olvidó jamás el valor de esa controversia en el mundo que le tocó vivir. Es verdad que la Santa Sede decidió condenar aquellos ritos confucionistas en el siglo XVIII, pues los tenía como incompatibles con el cristianismo, su doctrina e incluso dogmas de fe. Pero supo rectificar. En pleno siglo XX el Papa Pío XI enmendó y revirtió dicha condena. Libre de sospecha quedó en ese vericueto de la historia el propósito fundamental de pasar de una moral teológica, –que se justifica y sustenta en la teología cristiana de la Iglesia Católica–, a una no teológica, –avalada por alguna práctica y tradición cultural que permite la convivencia social en un marco de referencia ético relativo a lo que debe ser.
De ahí que si Alemán pudiera parecer ser el más incrédulo de los creyentes o el más creyente de los incrédulos, eso se debió a su apego religioso a la práctica de los jesuitas en la corte imperial china. En medio de múltiples movimientos y revoluciones campesinas, tecnológicas y culturales, sin pasar por alto en América Latina la piedra de toque que representó la teología de la liberación, al sacerdote jesuita José Luis Alemán le cupo la responsabilidad de inscribir su actividad académica en dicha usanza.
Desde la corte palaciega que para él fue la universidad como institución generadora de conocimiento y por ende de formación, emuló pleno en bonhomía el esfuerzo de quienes un día renunciaron a la prédica formal y se esforzaron por exponer alguna de las disciplinas que conforman el amplio espectro del saber humano, en su condición de fieles compañeros y testigos de la presencia de Jesús de Nazareth entre los hombres.

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