Muchos dominicanos están particularmente indefensos frente a la inmigración masiva de haitianos indocumentados. Especialmente en áreas rurales apartadas y en zonas urbanas de formación reciente, habitadas por migrantes nacionales de origen rural, pobres, analfabetos; incapaces de desarrollar sentido de comunidad, pertenencia, propiedad y defensa territorial; respecto a los espacios donde habitan y a espacios públicos o de propiedad indefinida, desprovistos de control y vigilancia oficial.
Los dominicanos de cualquier clase social, laicos y religiosos, ni siquiera alcanzan a perfilar un comportamiento cívico o piadoso de alguna especie; mientras organizaciones de intereses diversos, con patrocinio local o extranjero, enarbolan asuntos legales fundamentales, con razón o sin ella.
Nuestros inmigrantes rural-urbanos, expulsados por la pobreza, el desempleo, el minifundio y la carencia de recursos para la explotación agrícola; son atraídos por espejismos consumistas en los medios de comunicación y por sus parentelas residentes en Nueva York, Madrid y otras ciudades del mundo desarrollado.
Nuestros campesinos, marginados, aplazados en la gran ciudad, rara vez conforman patrones identificables de asentamiento, y carecen de definiciones territoriales naturales, como cañadas, calles, avenidas; ni mucho menos divisiones administrativas de parte de la municipalidad o el gobierno central, que asignen recursos, vigilancia u otros elementos que permitan siquiera diferenciar con claridad zonas, barrios o “parroquias” de las iglesias, (especialmente las de tipo protestantes, cuyos templos suelen “superponerse” territorialmente) que ayuden a la creación de sentimientos de defensa territorial.
Los inmigrantes extranjeros suelen pernoctar en barrancones provistos por contratistas, ocupan casas deshabitadas, especies de albergues que ellos mismos administran y alquilan, en donde suele abundar la promiscuidad y la delincuencia; con la facilidad de que las autoridades dominicanas ni los conocen ni los pueden identificar, bastándoles para escapar a la justicia con desplazarse a otro lugar cualquiera del país o del suyo propio.
Estos inmigrantes extranjeros a menudo son difíciles de definir como “prójimos” en casi cualquier acepción cultural o idiomática; no solo por su ignorancia del idioma local, y diferencias culturales, sino más especialmente por sus patrones de asentamiento y convivencia aislada y en grupos de varones.
Los locales pobres tienen otro dilema: los temen; y el temor genera acciones peligrosas. Los locales no los entienden ni los pueden predecir: condiciones mínimas de toda sociabilidad. Pero también sienten misericordia por ellos.
Por su parte, autoridades, políticos y líderes de opinión carecen de una correcta conceptualización del problema; y de directrices políticas, oficiales, gubernamentales o municipales. Los policías y los guardias no tienen instrucciones al respecto y los extorsionan para “ayudarlos”.
Ante esto, la sociedad, los partidos, las autoridades, las universidades y las iglesias se limitan a comentar el tema a nivel de prensa y radio, sin estudiar a fondo ni asumir medidas responsables de tipo institucional.
Mientras tanto, los locales están obligados a improvisar su auto defensa, sin tener capacidad para ello; lo que conduce a actitudes y prejuicios indeseables; a situaciones inestructuradas, anómicas y anómalas, de gran potencial conflictivo, y propensas a dañar nuestra natural afabilidad, y a someter a duras pruebas los valores cristianos de nuestras gentes.