Indulto inaudito

Indulto inaudito

Era el 11 de septiembre del año 1973. Hacía nueve meses que había llegado a Santiago de Chile para estudiar estadísticas económicas y matemáticas en el CIENES, ubicado en la Universidad de Chile. Eran un día soleado y amanecía con el clásico bullicio de los buses que transportaban a los ciudadanos del centro a la periferia y viceversa.

La noche anterior, por desgracia, no dormí en la pensión donde vivía casi frente a la Universidad, sino que me quedé en el apartamento de un amigo en la calle La Moneda muy cerca del Palacio de Gobierno que tiene el mismo nombre. Me acompañaba un venezolano y un peruano con los que compartía la misma casa y el mismo post grado.

Nos levantamos temprano para llegar a nuestra morada a media hora de distancia y prepararnos para las clases. Eran estudios muy duros con horarios de 8 horas diarias. Pero de repente y antes de salir del apartamento se oyó el ruido estruendoso de aviones que volaban sobre nuestras cabezas y que se convirtieron después en bombardeos sistemáticos que parecían caer en todo el centro de la ciudad.

Salimos corriendo a las calles, incluyendo nuestro anfitrión, quien dijo “corran para su casa y no se paren, que yo me voy de aquí”. Mis dos amigos y yo corrimos sin parar cortando calles aledañas al Palacio de Gobierno que estaban cubiertas de humo y polvo por el bombardeo. Fue una locura y un suicidio pretender cruzar esas calles en pleno ataque aéreo, pero el pánico era colectivo y la gente corría y corría sin parar.

Media hora después y con 8 kilómetros recorridos a toda velocidad (tenía 60 libras menos que ahora) llegamos a nuestra residencia estudiantil, donde todo era preocupación por lo que nos hubiera pasado. Nos quedamos encerrados todo el día oyendo las noticias que daban cuenta del golpe de Estado al Presidente Salvador Allende, un izquierdista moderado elegido democráticamente, pero víctima de la guerra fría. Después cenamos y nos acostamos temprano por el cansancio.

Pero al día siguiente comenzó nuestro calvario. Llegaron los golpistas a la casa y sin explicación alguna nos sacaron a patadas y nos introdujeron en vehículos militares con destino al cuartel de los carabineros. Nos interrogaron durante varios días. Nos torturaron hasta el cansancio, física y mentalmente y vi con mis ojos cómo asesinaban a miembros del MIR en pleno patio del recinto militar.

Para los golpistas, todos los extranjeros eran comunistas y más si uno aparecía en fotos asistiendo a mítines de Allende, como me pasó a mí. Era una época en que ardía el fervor revolucionario en Latinoamérica, aunque estaba en Chile con una beca de la OEA y no por razones políticas.

La agonía de aquellos momentos difíciles duró hasta el 20 de diciembre cuando me deportaron a Lima, Perú, gracias a las gestiones del Vicepresidente Carlos Morales Troncoso. Recuerdo que lloré mucho dentro del avión al sentirme nuevamente libre. 

Las atrocidades cometidas por el régimen de Pinochet después de ese golpe de Estado, no tienen precedentes, con 30 mil muertos en su haber durante los 17 años de su mandato. El estadio de fútbol se convirtió en la cárcel de condenados a muerte más grande de la historia.

Al final, ese hombre todopoderoso y arrogante, quien se creía el salvador de Chile, terminó siendo condenado por los actos de corrupción y las barbaries de su gobierno. 

Ahora la Iglesia Católica chilena le pide al Presidente electo un indulto para esos asesinos presos. Y yo me pregunto ¿qué ejemplo le daremos a las próximas generaciones?

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