Inercia estratégica

Inercia estratégica

FABIO RAFAEL FIALLO
Afirmábamos en nuestro artículos anterior que en los primeros días de la insurrección de abril, antes de la ignominiosa intervención norteamericana, el liderazgo constitucionalista estuvo en condiciones de explotar a su favor la fórmula de una junta provisional que se encargaría de organizar nuevas elecciones en el país. De haber optado por esa salida a la crisis, añadíamos, el potencial de contestación que existía en ese entonces le habría permitido al movimiento constitucionalista arrinconar políticamente las fuerzas hostiles en el seno de la junta provisional. No menos importante, las guarniciones militares que no había tomado posición al inicio de la contienda, tan pronto como constataran el respaldo popular que recibía el movimiento constitucionalista bajo la junta provisional, hubieran volcado su apoyo, aunque fuese por simple oportunismo, a favor de dicho movimiento.

A pesar de las ventajas aludidas, la jerarquía constitucionalista rechazó, en los momentos en que hubiera podido hacerla realidad, la fórmula de la junta provisional. Y actuó de esa manera, mantengo, no tanto por falta de experiencia negociadora, ni tampoco por una cuestión de principios (como vimos en artículos precedentes), sino porque guiada en lo esencial por la filosofía del pacto de Río Piedras (que favorecía como ya expliqué la opción político-militar), dicha jerarquía razonó fundamentalmente en términos marciales, dando prioridad a la defensa de posiciones hasta el punto, recordemos, de auspiciar o al menos permitir la toma de rehenes y la exhibición de los mismos en la televisión bajo su control.

Reflejo de la preeminencia que se otorgaba al aspecto militar son las declaraciones hechas décadas más tarde por el teniente coronel Hernando Ramírez, Ministro de las Fuerzas Armadas del gobierno provisional presidido por el doctor Molina Ureña: “lo que esperábamos era el apoyo moral del pueblo, pero no su participación activa en los acontecimientos armados” (revista Ahora, 30 de abril de 2001, cita tomada de “Aprendamos de la insurrección del 24 de abril”, ponencia presentada por José Antinoe Fiallo Billini, UASD). Un combate basado en la contestación cívica se encontraba, pues, fuera del escenario vislumbrado por los líderes de la insurrección.

De ahí que en su libro “La crisis dominicana”, el historiador Piero Gleijeses afirme: “Como jefe militar de la conspiración (Hernando Ramírez) había planificado un golpe que, no obstante su objetivo totalmente heterodoxo (el restablecimiento de un Gobierno legal en vez de la eterna Junta Militar) habría de efectuarse por medios ortodoxos, con las Fuerzas Armadas jugando el papel protagónico, las multitudes en papeles subordinados, y la extrema izquierda fuera del escenario”. (p.252).

Ahora se puede comprender cabalmente por qué, en la madrugada del 27 de abril, el gobierno constitucionalista prefirió ofrecer el cargo de Ministro de las Fuerzas Armadas al comodoro Francisco Rivera Caminero (del bando rival) antes que contemplar la formación de una junta militar como este último sugirió (ver nuestro artículo “El círculo vicioso de la ofuscación”). La primera opción implicaba en efecto un simple trueque de poder entre facciones armadas; mientras que la segunda hubiera en los hechos exigido, de parte del liderazgo constitucionalista, algo mucho más radical y por tanto más difícil de concebir: un reajuste estratégico en el que los objetivos y las acciones de tipo militar (defensa y conquista de posiciones) le hubieran cedido la prioridad a la movilización de la sociedad civil.

Para aceptar y emprender ese reajuste estratégico, la jerarquía constitucionalista habría tenido que superar la filosofía inherente al Pacto de Río Piedras y jugar la carta, ya no del contragolpe militar, sino de la movilización popular. Esto habría equivalido a adoptar una estrategia semejante a la propuesta en septiembre del 64 por la vieja guardia del PSP con el fin de salir del Triunvirato, la cual, recordemos, daba la primacía a dicha movilización.

En todo el liderazgo constitucionalista, existía una sola persona con la experiencia política necesaria para captar plenamente las ventajas de ese cambio de estrategia, y al mismo tiempo con el ascendente moral suficiente para encauzar al conjunto de sus partidarios por ese nuevo camino. Ese personaje clave no era otro sino el padre y promotor del Pacto de Río Piedras, es decir, Juan Bosch.

Pero el Profesor, desde Puerto Rico, se atrincheró en su reclamo original de retorno al gobierno constitucionalista de 1963. ¿Por qué? ¿Por apego al respeto de la voluntad popular, expresada en las urnas en 1962? Tesis difícil de sostener, puesto que en 1978, cuando Balaguer se niega a acatar el resultado de las urnas, favorable a un PRD rival de Bosch, el mismo Profesor propone pasar por alto el veredicto popular y abogar por un compromiso político como solución. Entonces ¿por rechazo moral a que militares constitucionlistas compartiesen con militares golpistas un gobierno provisional? Tampoco, puesto que en 1961 el mismo Profesor no tuvo ningún inconveniente en proponer un “gobierno de concentración nacional” en que tendría cabida, como jefe de las Fuerzas Armadas, nada menos que Ramfis Trujillo. (ver a este respecto mi artículo “Principios a la medida”, Hoy, 7 de abril de 2006). Pero entonces, ¿cuál fue el verdadero móvil de su actitud? Dejo a cada lector la tarea de meditar y sacar sus propias conclusiones.

Cabe recalcar lo que ya expliqué en mi artículo “El círculo vicioso de la ofuscación”; el bando opuesto a los constitucionalistas no dio en absoluto señales de mayor clarividencia política. También dicho bando desperdició las oportunidades que se le presentaron de instar a la negociación en los momentos en que los constitucionalistas hubieran estado dispuestos a aceptarla. Pero aquí no se trata de determinar cuál de los dos grupos mostró mayor torpeza política en los días que precedieron al desembarco de tropas norteamericanas. Mi propósito es explicar que el liderazgo constitucionalista, que contaba de manera notoria con la adhesión activa y fervorosa de amplios sectores del pueblo dominicano, no tuvo en cuenta ni explotó plenamente las posibilidades que le brindaba el apoyo de la sociedad civil.

No se trata desde luego de aceptar a cualquier precio la formación de una junta colegiada. La composición de dicha junta, el peso relativo que en ella tendrían los diferentes grupos beligerantes, la forma y el plazo en que se llevaría a cabo las nuevas elecciones, eran elementos que auguraban negociaciones complejas y difíciles. Pero con la fuerza que le daba el respaldo popular, el movimiento constitucionalista hubiera podido imponer o conseguir, en cada uno de estos puntos, condiciones favorables a su causa y sus objetivos.

El célebre estratega alemán Carl von Clausewitz a quien me referí en otra ocasión) afirmó que “la guerra es un verdadero camaleón que cambia de naturaleza en cada caso particular”. Y como se desprende de lo que explico aquí, en los primeros días de la insurrección de abril, antes del desembarco de tropas norteamericanas, el camaleón de la guerra había adoptado un avatar que hacía propicio para los constitucionalistas reorientar su estrategia de lucha y jugar la carta de la junta provisional, no para dar alevosamente la espalda a los objetivos de su causa y defraudar las justas aspiraciones del pueblo dominicano, sino, al contrario, con el fin de proseguir el combate a través de la contestación popular.

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