Si es usted propietario y conductor de un vehículo privado, estoy seguro de que habrá pasado los mismos malos momentos de miles de personas con esa condición en la capital dominicana.
Detenido ante un semáforo en rojo, y ocupando el primer lugar en una fila de automóviles, con el pescuezo levantado esperando el cambio al color verde, desde que esto se produce el chofer del carro situado detrás le mete de inmediato un bocinazo.
Y si mantiene durante varios segundos una baja velocidad, el autor de la agresión ruidosa le prodigará gestos amenazantes que ocuparán indeseado espacio en el espejo retrovisor de su víctima auditiva.
Un amigo que sufrió esta situación, al ver que las amenazas gestuales provenían de una dama de corta melena tipo paje, apeló al recurso de lanzarle besos manuales desde su boca sonriente.
Pero pasó un susto mayúsculo cuando, abandonando su carril y situándose a su lado, el aparentemente femenino chofer del otro vehículo le voceó: maricón.
Sorprendido y avergonzado, reparó en que la voz de grave tono masculino brotaba del galillo de un joven con cara iracunda de homicida potencial.
Disminuyó la marcha para poner distancia con el furibundo conductor, y sintió que el rostro se le calentaba.
Maldijo entonces lo que consideró subyacente vocación cundanguil de hombres con melenitas y aretes, que incluyen fornidos atletas.
Los que como yo conducen sus vehículos a baja velocidad pasamos frecuentes sustos cuando nos cruzan por delante automóviles que nos obligan a meter frenazos, seguidos de alteración del ritmo cardiaco.
¿Qué podríamos decir cuando en una vía de varios carriles numerosos motociclistas se meten por el reducido espacio que dejan nuestro automóvil y el situado en el lado derecho o izquierdo?
Muchas veces las partes salientes de sus motores rayan la estructura de nuestro carro, y en ocasiones golpean el espejo retrovisor deformándolo, mientras continúan su marcha entre los demás vehículos como si nada hubiera ocurrido.
Algo que rompe mi nazarena paciencia de hombre colocado a dos años de convertirse en octogenario, es que muchos peatones y automovilistas a quienes cedemos cortésmente el paso, no solo no nos dan las gracias, sino que a veces hasta nos cortan los ojos.
Un amigo extranjero que visitó el país, dijo en tono de chanza, que si se viera obligado a conducir un vehículo en la urbe capitaleña, lo haría acompañado de un cardiólogo provisto de aparatos de resucitación.