INFLUENCIAS  Y VALORES DE LA CULTURA VISUAL

INFLUENCIAS  Y VALORES DE LA CULTURA VISUAL<BR>

 La experiencia humana en la era de la globalización  está cargada de imágenes. La experiencia visual es más importante que la simple creencia  que tenemos de las cosas y  el reflejo de su entorno. La imagen visual no es un simple componente de la vida cotidiana, sino que es la vida misma, en todo su esplendor y derrota.
Esta llamada globalización de  la imagen no significa, sin embargo,  que debemos conocer todo lo que vemos. Hay grabaciones o registros del hecho visual que automatizan la percepción.  “Ver no significa creer”. El acto de ver puede ser manipulado para hacernos creer un  hecho  o una experiencia específica o determinada.
 
Estas reflexiones sobre la experiencia icónica se conocen, modernamente, como “cultura visual”, la cual define los acontecimientos visuales en los que el consumidor busca la información, el significado o placer conectados con tecnología visual.  Asimismo, esta cultura visual abarca desde la pintura al óleo hasta la televisión, la Internet, entre otros medios de comunicación de masas.  La cultura visual, como  acontecimiento de la  posmodernidad, se puede definir, de acuerdo al análisis de Nicholas Mirzoeff, como la crisis provocada por  la idea de modernidad, vincula a la genealogía de la vida cotidiana, la cual implica al consumidor como al productor de imágenes.
 
Con la aparición de la cultura visual se produce la denominada “teoría de la imagen”, la cual ha venido a aportar un avance a los estudios gráficos del mundo o la globalización de la cultura occidental, cuestionando con ello la preeminencia de lo gráfico sobre lo meramente visual, dándole así  una mayor participación al espectador en el acto de percibir un objeto visual.  Este modo de ver o percibir puede ser alterado o manipulado por el productor de imágenes, generando un sentido de trampantojo en el espectador, es decir, una ilusión o engaño.
 
La dinámica de los estudios visuales depende de la vida cotidiana, pues los mismos están vinculados al ser, en permanente evolución y cambio.  En la posmodernidad, lo virtual ha puesto patas arriba el concepto de realidad, creando una crisis en la semántica visual, debido al uso abiertamente democrático de la Internet, la informática, la pantalla interactiva,  la multimedia.
 
Estas nuevas tecnologías despiertan desconfianza en razón de sus efectos destructores no sólo sobre el  ecosistema, sino también sobre el mismo ser humano en sus relaciones con el cuerpo, la experiencia sensible y los demás. Así, varios autores sostienen que Internet es un peligro para el vínculo social, en la medida en que, en el ciberespacio, los individuos se comunican continuamente, pero se ven cada vez menos.  Enclaustrados por las nuevas tecnologías, se quedan en su casa como crisálidas insularizadas. Al mismo tiempo, mientras el cuerpo deja de ser el asidero real de la vida, se forma un universo descorporeizado, desrealizado: el de las pantallas y los contactos informáticos. El universo altotecnológico aparece así como una máquina de desocializar y desencarnar los placeres que destruye tanto el mundo sensible como las relaciones humanas tangibles.
 
A lo que hay que añadir las aprensiones derivadas de las posibilidades de vigilancia sin precedentes que ofrece la tecnología de las telecomunicaciones, como lo demuestran la multiplicación de las cámaras de videovigilancia en las ciudades y la cantidad incalculable de datos que obtienen los consumidores gracias a la red.
 
La cultura occidental ha sido, históricamente, hostil a la cultura visual, que tiene sus orígenes filosóficos en Platón, quien califica como malos a los objetos de la realidad, porque la imagen es una inevitable torsión o copia de la apariencia original. Todo lo cual ha provocado, modernamente, una terrible desconfianza hacia el placer visual, desde la crítica despiadada a la televisión hecha por Pierre Bouirdeu, hasta la crítica de Fredic Jameson, quien califica a la televisión de pornográfica, pues nos hace ver el mundo como un cuerpo desnudo y cruel.
 
 
Las imágenes visuales tienen éxito o fracasan en la medida que podemos interpretarlas como expresión del signo visual. El signo visual,  como representación icónica, es un acto individual de discurso, que proviene  del sistema lingüístico, y que hace  posible el acto de lectura de lo visual.
 
Longino vincula esta experiencia de percepción a lo sublime. Lo sublime es la experiencia placentera de lo doloroso o aterrador, al momento de producirse la percepción de un objeto visual.  Para Kant,  lo sublime es una experiencia que mezcla la satisfacción con el horror, dando origen a lo ético por encima de lo estético. De ahí que lo sublime, como producto creativo de la cultura, es un elemento fundamental para  lograr una mejor compresión y  mayor desarrollo de la experiencia visual.
 
La cultural visual no puede separarse de su contexto histórico, pues la capacidad de visualizar la cultura de una sociedad casi significa lo mismo que comprenderla. La cultura, por tanto, es el lugar en que las personas definen su identidad, y eso cambia con las necesidades que tienen las personas en el marco de  las comunidades a las que  estas pertenecen.
 
La cultura, sin embargo, debe expresar todo el universo fractal y diverso y no lineal de todas las sociedades. De ahí que la cultura visual, como expresión social de una época, es multicultural y diversa, reflejando lo local  mediante  actividades globales y fragmentadas de sus habitantes.
 
Este es el papel de la cultura en la cultura visual: intentar cambiar constantemente ante las nuevas realidades del mundo o la vida cotidiana del hombre posmoderno.
Pero ¿existe realmente la posibilidad de descubrir algo en el ciberespacio? Internet no hace más que estimular un espacio mental libre, un espacio de libertad y descubrimiento. De hecho, sólo ofrece un espacio desmultiplicado, aunque convencional, donde el operador interactúa con elementos conocidos, sitios establecidos, códigos instituidos.
Más allá de esos parámetros de investigación no existe nada.
 
En cambio, el hecho de que la identidad sea la de la red y nunca la de los individuos, el hecho de que la prioridad se dé  a la red más que a los protagonistas de la red, conlleva, como ha dicho Jean Baudrillard, “la posibilidad de disimularse en ella, de desaparecer en el espacio impalpable de lo virtual y no estar localizable en ningún lugar, ni siquiera para uno mismo, lo cual resuelve todos los problemas de alteridad”. La red nos da todo, pero de manera sutil nos escamotea al mismo tiempo todo. Lo que sucede es que la relación con el progreso se ha vuelto ambivalente, oscila entre la mitificación y el desencanto, el terror y la esperanza: no es la idea de progreso  lo que ha fracasado, sino su dogmatización religiosa. En la era posmoderna, el horizonte de la tecnociencia se ha borrado; por perder la claridad de la que partió, se ha vuelto insegura y problemática.

Publicaciones Relacionadas

Más leídas