Información y comunicación: mi historia

Información y comunicación: mi historia

No hay historia sin memoria. La remembranza nos permite trasladarnos al pasado, el mío arranca en la primera mitad de la década de los 50 del pasado siglo XX.

Mi hermana mayor y este servidor, todavía párvulos, caminábamos de noche alrededor de 700 metros, cruzando el río y una cañada, alumbrados por el fuego emanado de un tirigüillo seco, hasta llegar a la casa de nuestra abuela paterna.

Allí nos dábamos cita los nietos para escuchar la entretenida narrativa que variaba entre las historias de las mil y una noches, las aventuras del famoso hidalgo don Quijote de la Mancha y los cuentos de Juan Bobo y Pedro Animal.

Yaya que era como apodábamos a la madre de papá, dominaba el arte de la lectura narrativa, entonaba las palabras y frases acorde con el género, la edad y la especie representada. Todos quedábamos embelesados e hipnotizados con la peculiaridad de sus gestos.

Recuerdo una noche de cuaresma en que era costumbre saborear las habichuelas con dulce, cuando de modo repentino, la disertante paró de forma brusca su lectura y nos miró fijamente a todos. De inmediato dijo: “quien tenga la oreja caliente fue el autor del pedo”. Uno de mis primos intentó tocarse el oído cuando de inmediato Yaya sentenció: “fuiste tu”, obligando a salir al patio al abochornado nieto.

Mi siguiente fuente de información y aprendizaje vino de la escuela, lugar en donde se cantaba, recitaba, leía, escribía y jugaba. La radio con sus novelas, relato de sucesos, noticias deportivas y sociales, así como la propaganda oficial llenaban más el espacio de nuestra evolutiva mente.

El periódico El Caribe llegaba todas las tardes. La televisión sólo la veíamos cuando viajabamos a la ciudad.

Ya convertido en estudiante universitario la fuente informativa se expandiría para incluir el teléfono, el cine y el teatro. Una vez graduado de médico y residiendo en el exterior, los programas de postgrado exigían el uso de “pager” y de “beeper” como instrumentos de comunicación intra y extra hospitalaria, tormentosos aparatos de triste recordación.

La segunda mitad de los ochenta, la década de los noventa de la pasada centuria y lo que va del nuevo milenio se ha impuesto la informática con la internet, y para remate, el teléfono inteligente con sus diversas aplicaciones. Los vídeos en la Web, Facebook, Instagram, Twitter, Netflix, YouTube, y los cortos en formato TikTok abruman nuestras mentes.

Estas informaciones vienen casi siempre acompañadas de las interrogantes de si gustan o no. Navegar en las redes del ciberespacio es como entrar en un laberinto, sabemos cuándo y dónde nos introducimos, más no sabemos cuándo, ni por donde habremos de salir.

Lo que algunos internautas ignoran es que con frecuencia somos inducidos a visitar sitios no programados.

Así es como empiezan a conducirnos a su antojo hasta modificar nuestra conducta haciéndonos mansas presas de sus líneas de pensamiento e interpretaciones. Ya nadie cuestiona en sentido crítico, vemos y aceptamos como real lo que en verdad es fantasía.

La inteligencia artificial crea imágenes, sintetiza voces y fabrica textos tan similares a nosotros que cualquier amigo o familiar lo acepta como auténtico, siendo realmente una falsa construcción tecnológica.

Tan extensa, y abrumadora es la información absorbida, que ya casi no distinguimos lo concreto de lo fantasioso, obligados como estamos a convivir en el mundo de la virtualidad, a causa de  la pandemia.

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