Iñigo de incógnito en La Romana

Iñigo de incógnito en La Romana

JOSÉ BÁEZ GUERRERO
La noticia me dejó frío. Un amigo, de visita en La Romana, vió al eminente filósofo y científico escocés doctor Íñigo Montoya cenando en La Casita, el famoso restaurante. El célebre autor del ensayo «Propinquity of Self», según las evidencias que posteriormente he logrado reunir, ha estado «picoteando» como asesor de presidentes latinoamericanos (y huyendo del frío de Edimburgo).

Que muchos de los estadistas, especialmente los jóvenes y carentes de experiencia, hayan buscado consejos del consagrado polígrafo anglófilo no es motivo de asombro; que se presentara a cenar a un establecimiento en La Romana, sí lo es. Hasta ahora, el doctor Montoya ha preferido mantener un perfil bajo, discreto, hasta el extremo de que ha negado su propia existencia. Aparecerse ahora en un lugar lleno de latinos y caribeños para devorar un enorme langosta, no concuerda con su imagen.

Mi amigo pensó que se trataba de un impostor. (Una serie reciente de artículos en Hoy ha hecho al doctor Montoya acreedor de cierta distinción entre un público que, realmente, nunca ha leído Propinquity of Self, pero sabe que se trata de una obra monumental, cada una de cuyas 645 páginas destila el dulce almíbar de verdades reveladas, secretos descubiertos, enigmas descifrados y misterios explicados.) Estaban sentados mesa con mesa, al ladito el uno del otro. El convencimiento de que el sospechoso era quien era llegó al momento en que entregó al mozo su American Express, la cual accidentalmente cayó al piso, entre los pies de mi amigo, quien al recogerla pudo leer claramente: «Íñigo Montoya, member since 1960».

En la mesa del Dr. Montoya le acompañaban otro señor con aspecto de físico nuclear retirado, y dos bellas y finas damas que durante casi toda la velada regalaron su silencio a los caballeros conversadores, quienes pese a hablar en voz muy queda, lograron para felicidad mía y de ustedes, hacerse audibles para mi amigo fisgón, quien no cesó un instante de ejercitar su «oído de tísico», en una tarea de espionaje digna de cualquier Sherlock Holmes tropical.

Transcribo a continuación parte del correo recibido ayer tarde desde Miami, con detalles de lo que exponía el doctor Montoya a sus convidados:

«En 1943, siendo yo muy joven todavía, fui de los pocos testigos en Anfa, pueblito cerca de Casablanca, Marruecos, del encuentro entre Roosevelt y el general De Gaulle, quien refugiado en Inglaterra se había auto declarado jefe de las fuerzas armadas de la tercera república en el exilio, tras la ocupación alemana. De Gaulle hacía propaganda apoyando la resistencia y decía ser el «alma de Francia». Roosevelt, un fanático de los procesos electorales, encontraba a De Gaulle pesado, y no entendía cómo este se arrogaba la titularidad de la República Francesa. De Gaulle era muy popular, pero Roosevelt prefería al General Giraud, quien era más dúctil y pro americano. El encuentro entre De Gaulle y Roosevelt era para discutir, entre otras cosas, quién gobernaría los territorios franceses liberados tras la invasión del norte de Africa por los Aliados. La antipatía recíproca entre Roosevelt y De Gaulle hizo que el encuentro fuera tenso y difícil. Hacia el final, Roosevelt, hastiado de la vana altanería de De Gaulle, prácticamente le increpó diciendo que los Estados Unidos no podrían apoyarle a él como comandante de las fuerzas francesas en los territorios liberados, y mucho menos como jefe de Estado en el exilio, puesto que su poder no derivaba de ninguna instancia legal, como por ejemplo unas elecciones.

«A esto, De Gaulle se puso de pie, levantó su cabeza y pronunció unas palabras como si estuviera masticando cada letra, pese a lo cual su claridad fue asombrosa. «¿Quién, monsieur le President, eligió a Juana de Arco?».

Mi amigo supo luego de un infructuoso intento del doctor Montoya por entrevistarse con el Presidente Fernández. El encuentro fue imposible porque, según se le explicó, el gobernante dominicano insistía en que el filósofo y científico escocés podría luego alegar que la reunión habría sido para asesorarle. Y la sospecha siquiera de que alguien se hiciera pasar por asesor suyo es políticamente inconveniente, lo cual el doctor Montoya aceptó con su característica humildad.

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