Ínsulas artificiales

Ínsulas artificiales

M. DARÍO CONTRERAS
La palabra insula en latín significa isla, mientras acentuada en español también quiere decir isla. Sin embargo, ínsula tienen otra acepción en el idioma castellano, que es el de canonjía o “cualquier lugar pequeño o gobierno de poca entidad, a semejanza del encomendando a Sancho en el Quijote”. Nos parece que esta introducción resulta apropiada para referirnos a un tema que debe ser de la preocupación de todo dominicano consciente: la propuesta isla artificial frente a la costa de nuestra ciudad capital, que pretende convertirse en mampara de nuestra principal vía de esparcimiento citadino, la avenida-malecón llamada George Washington en honor del libertador de la primera nación de nuestro hemisferio que logró emanciparse del yugo colonialista europeo.

De alguna manera, el proyecto de construir la isla artificial en cuestión nos hace retrotraernos a la época en que nuestra soberanía estaba a la venta al mejor postor, como es el caso de la Bahía de Samaná o, peor aún, de todo el territorio dominicano. L a construcción de islas artificiales no es nada nuevo, pues antigua civilizaciones lo hicieron por diversos motivos, ya fuera cercano a las costas marítimas, como es el caso de algunos países europeos, o ya fuera dentro de lagos, como es el caso del Lago de Tenochtitlán en la pretérita capital maya mexicana. Más recientemente se han construido gigantescos aeropuertos en congestionadas urbes orientales japonesas y de Hong Kong. La principal razón para ganarle terreno al agua suele ser de carácter económico, pues la construcción de islas artificiales resulta ser muy costosa y lo que impulsa a este tipo de aventura es el alto costo del terreno, consecuencia de una alta concentración urbana, que no es el caso de la ciudad de Santo Domingo, pues todavía existe espacio para donde expandirse, ya sea vertical u horizontalmente.

Tecnológicamente hoy se poseen conocimientos que permiten acometer proyectos como el que nos ocupa con cierta seguridad. Sin embargo, a la ingeniería costera todavía se le considera tanto arte como ciencia, por la complejidad de los problemas que debe enfrentar, especialmente en zonas de alto riesgo sísmico y de huracanes como los que amenazan a nuestra isla. En el caso particular de la ciudad de Santo Domingo, el problema se dificulta aún más por encontrarse entre la desembocadura de dos ríos, como son el Ozama y el Haina. Estos dos ríos arrastran muchos sedimentos y los depositan precisamente en el lecho de las aguas costeras donde se pretende construir la nueva Miami Beach de Santo Domingo. Esto significa que es de esperarse grandes asentamientos de la base de la “futura” isla. Además, imagínense ustedes a la “isla” rodeada de un cordón de agua color chocolate en épocas de lluvias, a menos que se quiera circundar con un canal que la separe en todo su perímetro del mar contaminado por sedimentos y desperdicios que acarrean los mencionados ríos. Es decir, la creación de playas para la ciudad de Santo Domingo mediante la referida isla resultaría muy compleja y costosa, por no decir algo quijotesco. Si lo que se quiere crear es una nueva playa para nuestra ciudad, existen otras soluciones menos costosas y riesgosas que una isla.

Existe, sin embargo, otra importante consideración en adición a los problemas económicos, técnicos y medioambientales. ¿Poseen los futuros inversionistas el suficiente aval moral y financiero para acometer exitosamente este ambicioso proyecto? Además, ¿tiene el propuesto contrato de concesión las suficientes garantías para el Estado Dominicano en caso de que todo resulte un fiasco? Lo que sí sabemos, particularmente por quien calza con su nombre este artículo, es que el principal promotor de este proyecto en el anterior gobierno, en connivencia con sus socios criollos, cuyo nombre ya ha sido revelado en este mismo periódico, timó no sólo a reconocidas entidades financieras y de bienes raíces, sino que también lo hizo con sus empleados y profesionales que le brindaron sus servicios y que este personaje, a pesar de encontrarse subjúdice, entra y sale del país alegremente y se dice que hasta visita el Palacio Nacional. ¿Hasta cuándo seremos tan obsequiosos con quienes urden fantásticos negocios con el aval de nuestros gobierno?

Aclaramos que no estamos en contra de mega proyectos, pero los legisladores tienen ante sí una grave responsabilidad con los habitantes de la ciudad de Santo Domingo, en particular, y con la nación, en general, ante un plan que de concretarse sería un gran negocio para unos pocos. El conocimiento de las “grandes” bondades y de los “serios” perjuicios que se desprenden de la isla artificial merecen y deben discutirse a fondo con todas aquellas personas y entidades que puedan aportar luz a las posibles consecuencias de lo que parece ser la repetición de otra aventura más, parecida a las encomiendas coloniales que empobrecieron a nuestro país, diezmaron a nuestros indígenas y esclavizaron a la raza negra que rebeló a los exterminados indios. Además, si es verdad que los actuales promotores del proyecto son tan íntegros, que respondan ante todo por los pasivos que heredaron de sus antecesores.

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