Intelectualidad e inteligencia

Intelectualidad e inteligencia

LEÓN DAVID
Nada tengo en contra de la inteligencia, pero desconfío abiertamente del individuo que alardea de su intelecto. Aunque inteligencia e intelecto no suelen recorrer caminos separados, es poca cuanta insistencia pongamos en subrayar que ambos sustantivos están lejos de nombrar la misma cosa. Cometeríamos un error de a folio, no por frecuentemente perpetrado menos peligroso, confundiéndolos.

Para poseer inteligencia no se precisa usufructuar la condición de intelectual… Por vía de ejemplo, -ejemplo que será, espero,  suficientemente ilustrativo como para no requerir la compañía de otros-, cualquier tosco labrador del campo puede llegar a exhibir más clarividencia y lucidez que un reconocido académico. He aquí, sin embargo, que, en aleccionador contraste con la acaso imprudente aseveración que acaba de resbalar de los puntos de mi pluma, entre la infinidad de intelectuales que conozco no abundan aquellos a los que quepa con razonable certidumbre distinguir en virtud de una notable y singular inteligencia. Porque –atrevámonos a decirlo sin titubeos- el poder de discriminación conceptual con que vinimos al mundo es una cosa, y otra enteramente distinta el uso que del mismo acostumbramos hacer…

 Sostengo, en efecto, por más heterodoxa o disparatada que pueda lucir esta opinión, que no es por mor de las óptimas facultades cerebrales de que disponemos que nos hacemos acreedores al título de “inteligente”, sino que, en justicia, el otorgamiento de pareja distinción va a depender, antes que de la brillantez de la mente, del fin que persigamos con semejante capacidad de entendimiento.

 No se me oculta que lo abonado de manera harto enfática en los renglones que anteceden, desborda los cauces tradicionales por los que suelen deslizarse las ideas a la hora de ponderar cuestión tan delicada como la que, dando prueba de ligereza, se me ha ocurrido poner en candelero. Empero, cuanto más inspecciono asunto, más inclinado me hallo a arrimarme al expresado parecer; al extremo de que no acierto a vislumbrar cómo podría nadie recusar tan palmaria verdad.

Reitero: aun cuando pueda sonar estrafalario dictamen a los oídos hechos sólo para lo convencional y sólito del hombre de a pie, la inteligencia no es medio sino fin. Mas he aquí que propendemos a considerarla desde una mera perspectiva instrumental y desde un punto de vista estrechamente egocéntrico…, lo que, a mi criterio, revela escasa sensatez. Pues de nuestras potencias cerebrales cabe hacer doble uso: podemos, comenzando por nuestra propia persona, mejorar la realidad o dejar las cosas tal como están si bien salta a los ojos su viso insatisfactorio y lastimero. Dependiendo de que haga lo uno o lo otro me convertiré en un individuo perspicaz o apenas en uno de esos intelectualoides del montón.

Ser inteligente implica poner nuestras facultades y talentos al servicio de la vida; lo que importa de manera primaria y fundamental enrumbar nuestras energías intelectivas hacia una convivencia no conflictiva, donde las discrepancias individuales contribuyan a enriquecer al grupo, en donde quienes me rodean tengan la posibilidad de desarrollar a cabalidad sus potencialidades, donde la realización espiritual del otro sea condición sine qua non de mi propia plenitud espiritual, donde la confianza, el estímulo y la creatividad sean cotidiano sustento, donde el amor –no el gastado vocablo, no la fantasiosa aspiración- sino su manifestación concreta, tangible y permanente, sea más importante que la verdad a secas; o, si así nos place, que la única verdad definitiva y no sujeta a estéril controversia sea el solidario apego a la criatura humana y a la vida… Porque ¿de qué me sirve el brillante cerebro si con él, en vez de hacer más feliz y transparente la existencia de mis semejantes, añado más leña a la hoguera del rencor, la agresividad, la envidia, el celo y, para compendiar, el cúmulo de miseria y podredumbre que nos agobia?

Quien sólo sabe pensar, por hermosas y excitantes que nos parezcan sus razones, piensa siempre para justificar su inacción. Cuando la argumentación lógica se coloca en el rostro la máscara de una sustitutiva explicación, se torna auto-complaciente, se transforma en racionalización inconsciente de la propia inaceptable actitud y, por ende, desfigura los hechos hasta hacerlos irreconocibles mediante el poder mistificador del lenguaje simbólico. Henos entonces no ante un hombre inteligente, sino ante un vulgar espécimen de intelectual.

Al intelectual se le reconoce a las primeras de cambio porque, de ordinario, no hay nadie en el mundo a quien admire él más que a sí mismo; detesta las actividades manuales y rehúye cualquier labor que imponga el menor esfuerzo físico; se le escapa la relación entre su corporalidad, su lenguaje gestual, su expresividad y su mente racional, y no cura en absoluto por adentrarse en sí mismo, por descubrir los mecanismos sutiles mediante los cuales, al igual que la marioneta, es manipulado en función de las metas deshumanizadoras de la sociedad en la que vive y a la que a menudo, no sin descaro y a la fresca, se permite censurar. El intelectual, en el fondo, no es más que un crítico impotente. Y cuanto más impotente se siente, más critica para que nada cambie… Por descontado, al incurrir en pareja conducta obtiene ciertas satisfacciones vicarias; consigue sentirse superior a los demás y despreciar a cuantos no rinden parias a su talento; le gratifican los elogios más o menos insinceros, más o menos interesados de quienes a su discurso se avecinan… Empero, al cabo y a la postre, no conseguirá otra cosa el intelectual de tal calaña que tejer puntada a puntada el paño de su propio descalabro. La potencia analítica, la capacidad para el pensamiento abstracto cuando huérfana de entrega, de asombro, del sentido exultante de una misión trascendente de alcance universal es como un afilado cuchillo que aprieto contra mi propia garganta.

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