PEDRO GIL ITURBIDES
Nos reímos aunque debíamos preocuparnos. El mundo marcha hacia insondables abismos sin que aparezcan dirigentes capaces de reorientar su destino. La intemperancia de un Hugo Chávez, aunque divertida, es trastornadora. La intolerancia de fanáticos musulmanes es desgarrante, pues retrotrae la era de la electrónica a los tiempos de la barbarie. Sin ningún género de dudas, debíamos preocuparnos.
Porque aquella histriónica figura de un jefe de Estado y Gobierno recurriendo a inusuales expresiones en un foro mundial, habla del nivel de nuestras pasiones. Los reclamos de ulemas y ayatolas para poner de hinojos al jerarca del cristianismo católico, resalta el degradante sentimiento que nos anima. El mundo ronda por rutas de decadencia, y apenas nos damos cuenta.
Acepto como propia de comedia de patio la falta de sobriedad de Chávez en la asamblea general de la Organización de las Naciones Unidas. Si en vez de las representaciones diplomáticas que lo escuchaban hubiese tenido de frente una multitud en Petare, no escribiría del tema. Después de todo, es libre de conducir a su pueblo por los caminos que ambos elijan. Además, los partidos tradicionales, al empobrecer a los venezolanos con políticas equívocas, abrieron el teatro a la cursilería chavista.
Desdice del dominio que ejerce sobre sus pasiones el Presidente Chávez, al introducir sus palabras signándose y aludiendo al demonio para referirse a George W. Bush. Creo, por supuesto, que este último ha preparado el terreno para que personas como el mandatario venezolano, saquen a la luz sus yerros.
Mas el enrostrarle sus errores no supone insultar la dignidad de uno de sus pares, por mucho que Bush carezca de condiciones de estadista.
Supóngase por un instante que sin la denigrante introducción de sus palabras, Chávez habla de un Bush prepotente, incapaz de entender el sentido de la justicia social internacional. La guerra de Irak como telón de fondo le habría servido para resaltar el rumbo incierto por el que se conduce a la más grande potencia política y militar de la Tierra. Entonces sus puntos de vista habrían conquistado aún más los escondidos sentimientos que emergieron en el cónclave, y se dieron a conocer por los prolongados aplausos.
El gobierno federal de los Estados Unidos de Norteamérica debía preocuparse, no tanto por cuanto dijo el mandatario venezolano, sino por esos aplausos que concitó. Hablan éstos de un recóndito recelo, de un escondido temor, de un reservado sentimiento, que tal vez escude resentimientos. Una cinta fílmica que reproduzca el discurso de Chávez debía proyectarse en Washington, para estudiarla.
Como el Papa Benedicto XVI debía estudiar su discurso de Ratisbona, Alemania. La falta de un apoyo decidido, firme, fuerte de los gobiernos de Occidente, deben hablarle del miedo que le tenemos a los fanáticos musulmanes. La afirmación que engendró el descontento entre religiosos islámicos es históricamente sostenible. Aún hoy día, cuando organismos internacionales reclaman respeto a los derechos humanos, imponen su credo por la fuerza.
En naciones del Asia, esa fe somete y castiga a quienes disienten de sus corrientes en boga, y lapida con presteza a los cristianos. Y ni Amnistía, Human Rights u otras organizaciones como éstas, se atreven a dar publicidad al sometimiento sectario que es propio de grupos islámicos.
Y para mostrar que el mundo marcha patas arriba, he aquí que es, nada más y nada menos que el Presidente de Irán, quien pide respeto para la figura papal. Al término de una visita a Venezuela, Mahmud Ahmadinejad, ha dicho que él respeta a Benedicto XVI, y desearía que los demás lo hagan. Lo ha escuchado, dice, y sabe que desea la paz entre los pueblos.
Y sin embargo del llamado que hizo, nadie lo oyó entre los suyos. De ahí que por encima del llamado de clérigos musulmanes comprensibles, organizaron en toda el Asia el día de la ira. Porque es que el mundo marcha hacia insondables rumbos. Y al mundo le falta un dirigente capaz de guiarlo hacia mejores destinos. Lejos de las expresiones de intolerancia, intemperancia y sectarismo que adornan a quienes lo guían.