Intercambio de información confidencial

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FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
Ladislao recibió al periodista en la puerta del Hotel Mercurio. Sin pensarlo un instante se sentaron en una mesita para dos, frente a la concurrida vía peatonal.  – Hablemos de Marguerite; ¿qué averiguó de ella en Santiago de Cuba? – Ya lo sabe usted; traje conmigo sus “Memorias”.  El paso de Marguerite por San Petersburgo durante la guerra civil ofrece un testimonio extraño, con visiones divergentes: la de una madre tradicional y conservadora; la de una jovencita impresionable y sin experiencias prácticas. 

Narra su viaje en tren, desde Suiza hasta Rusia.  También es interesante lo que cuenta acerca del padre de su marido cubano.  Lo ultimo que supe, antes de salir de la isla, es que el juez que condenó a Ascanio Ortiz en contumacia, murió estrangulado en la calle, justo en la puerta de la casa del célebre policía.  Lo mató un ayudante de Ortiz, indignado por el atrevimiento del magistrado.  “!Qué derecho tiene ese abogadito, enfundado en una toga negra, a meterse en los asuntos del gobierno! ¡Los que Ascanio apresaba eran todos enemigos de Cuba!  A los más tercos les daba su merecido castigo.  Si no fuera así cualquier muchacho mocoso podría tumbar el gobierno con una arenga callejera, o un motín en la plaza del ayuntamiento”.  Eso cuentan que dijo el estrangulador después que vio al juez tendido en el piso con los ojos virados.

   – Hay una carta del notario Ruiz Medallón, quien ayudó a Marguerite a redactar y corregir las “Memorias”.  Este notario de pueblo quedó prendado de la blancura de la piel de Marguerite.  Allá se rumoraba que la mujer del notario estaba celosa de la francesa.  Eran murmuraciones de los empleados de la notaría, chismes de mujeres con poco trabajo.  El único documento cierto y auténtico es la carta del propio notario.  Apareció adosada al legajo de Marguerite.  Ruiz Medallón, al final, pide perdón a su esposa Refugio, a la cual, hasta entonces, había sido fiel.  La francesa, ciertamente, no se llevaba bien con el marido; de él decían en Santiago de Cuba que “se había dado a la bebida”.  Al parecer Marguerite se hallaba deprimida por las persecuciones políticas contra su esposo; al rememorar sus días en San Petersburgo y en París, ella lloraba delante del notario.  Una mujer joven y bonita, sollozando en cada sesión, acabó por conmover a Ruiz Medallón.

– El punto culminante del asunto fue lo de su aprendizaje en las escuelas tolstoianas.  Pude comprobar que Marguerite se había ejercitado en los bailes rusos y en la gimnasia sueca.  Ella propuso al escribano que se sentaran en el piso a revisar las páginas de su escrito.  Cada uno tenia a su lado un diccionario francés–español–  español–francés, que consultaban continuamente.  Marguerite quería estar segura del significado de las palabras que empleaba el licenciado Ruiz.  Ella, según tengo entendido, nunca logró dominar el español completamente.  Hablaba bastante bien. Pero escribir le costaba trabajo.  El caso es que un día la mujer fue derecho a sentarse en el piso dentro del despacho de Ruiz Medallón; al hacerlo la falda se le escurrió hacia arriba; el notario se había sentado primero.  Papeles, plumas, tinteros, estaban abajo cuando la mujer se agachó.  El pacato escribano vio los muslos de la francesa desde una perspectiva privilegiada.  Tragó saliva, se puso pálido, los ojos le bailaron en los párpados.  Marguerite notó la conmoción que había producido y lo besó con la intención de tranquilizarle.  El hombre la tumbó en el suelo; su temor y su sorpresa los expresaba nerviosamente, mediante mordiscos.  Marguerite descansó aquel día de su difícil historia pasada y empezó a vivir un gozoso capítulo nuevo. 

– No había podido leer la carta en Santiago de Cuba; vine a verla en Miami, en el hotel del aeropuerto.  El día que llegué no podía dormir por la excitación de tantos sucesos inesperados y peligrosos.  Por eso decidí leer.  La carta no deja dudas: el licenciado Ruiz declara haberle “tocado la bisectriz”; dice que colocaron los diccionarios como almohadas para “alinear las cabezas” y besarse “sin estorbos”.  La “bisectriz”, según los cubanos, es la entrepierna. No tengo que entrar en más detalles: rompió sin darse cuenta su chaleco, torció la tapa de su reloj de bolsillo.  El resto de la carta es un himno de agradecimiento; algunos años después agregó el acto de contrición.  Finalmente, creyó oportuno incluir esas notas en la carpeta del legajo.

– Doctor Ubrique, oigo lo que narra y no lo acabo de entender.  ¡Ambos eran personas adultas!  ¡Los dos estaban casados!  ¿Un amante pudoroso y tímido?  ¿Una seductora ingenua?  ¿Está seguro de la veracidad de esa historia chocante?  ¿No será un añadido del actual director de la oficina del tal Ruiz Medallón?  – No lo creo; Menocal no había roto aun el sello de lacre del legajo el día que le visité.  Se hizo en presencia de dos bayameses que me abrieron el camino hasta la notaría.  Dihigo y Valdivieso pertenecen a dos familias muy unidas; Valdivieso es primo de Menocal.  Estoy convencido de que no hay impostura.  Leímos juntos grandes trozos de las “Memorias”.  Nunca dimos importancia a la carta “adosada al expediente”.  Solamente una persona de La Habana, mi buena amiga Lidia, sospechó el enredo de la francesa con el escribano. Sin ninguna base documental, sin evidencias significativas, ni datos precisos.  Afirmaba que podía ser así… por pura intuición de mujer.  Santo Domingo, R.D., 1993.

henriquezcaolo@hotmail.com

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