Intervención humanitaria

Intervención humanitaria

El presidente Aristide fue sin duda «persuadido» a renunciar a una posición para la cual fue electo democráticamente y en la que no supo cumplir con el compromiso solidario que había tejido con la sociedad haitiana. Pero el récord de mal gobernante de Aristide no siendo la excepción, sino más bien la regla, nuestras democracias deben promover la implementación de mecanismos participativos, mediante los cuales el pueblo tenga la posibilidad de revocar mandatos ineficientes.

Tal cosa existe en Venezuela, donde su aplicación exitosa está aún por verse, pero existe a otros niveles en estados norteamericanos. Esa válvula funcionó en California donde el mecanismo permitió que quienes habían elegido al ex gobernador, le enviaran de vuelta a su casa.

Si en nuestro país esa figura existiera, o sea, la revocación de mandatos por incompetencia, lo más probable es que el equipo que actualmente gobierna, estaría ocupándose ahora de negocios u otras actividades privadas, sin seguir poniendo en riesgo la salud mental y física de la ciudadanía. Pero como todavía no hemos llegado a esa situación ejemplar de práctica democrática, no nos queda más remedio que, con paciencia, esperar el momento adecuado, que por lo demás ya se acerca (faltan solo unos dos meses y medio).

Pues bien, volviendo a Haití, una de las causas que facilitó el golpe de estado internacional que se le dio al ex cura, ex presidente y ahora político errante, fue la inexistencia de una oposición compactada en torno a un objetivo común, que en ese contexto era el de obligar a Aristide a respetar los marcos legales sobre los cuales él mismo había sido elegido. Las ambiciones grupales o personales atomizaron completamente a esa oposición, de manera tal que el vacío creado fue rápidamente ocupado por bandas de maleantes, dirigidas por criminales convictos y armadas no se sabe todavía por quien.

Lo adecuado hubiese sido que ese frente armado interventor que hoy ocupa Haití, se manifestara antes de que realmente existiera el riesgo de que la primera república de América y primera república negra de la historia, quedara bajo el control de delincuentes. Exactamente lo que ocurrió hace más de dos décadas atrás en las islas Comores, antiguos territorios franceses del Océano Índico, donde un ejército de mercenarios belgas financiados por el régimen racista de África del Sur se constituyera en el poder detrás del trono, hasta que la antigua potencia colonial decidiera que hasta ese punto no era aceptable.

Aunque en la práctica no sea así, los tiempos demandarían que no fueran grandes y mesiánicas potencias las encargadas de «restablecer el orden» social, cuando este es socavado por la debilidad de las instituciones nacionales en los países pequeños y pobres, sino una organización colocada esencialmente por encima de los intereses de países o grupos de países. Esa organización existe y es, por supuesto, la ONU.

Pero a partir de las limitaciones que condicionan su trabajo, ha habido una persistente duda sobre la pertinencia de la existencia de esa organización internacional. Este sentimiento se hizo más agudo después del fin de la Guerra Fría. Y esa tendencia se ha visto fortalecida por las decisiones tomadas por organizaciones colaterales como la OTAN, en la última guerra de los Balcanes y más recientemente por los Estados Unidos al invadir Irak, ya que esas unilateralidades contradicen o violan francamente la Carta de la ONU.

Parecería una herejía siquiera el plantear que el principio de soberanía tiene limitaciones, pero la realidad es que sí lo tiene. Así, cuando las tropas del Pacto de Varsovia intervinieron en Checoslovaquia en el 1968, fue sobre la base de una denominada «doctrina Brezhnev» (Leonid Brezhnev era el jefe del estado soviético en ese momento) o doctrina de «soberanía limitada». Y cuando los norteamericanos lo hicieron contra nuestro país en 1965, fue sobre otro principio, el de “salvar vidas norteamericanas” que en la práctica se traducía en lo mismo; la soberanía de los países pequeños y pobres está condicionada a su «buen comportamiento». Suena a cinismo, es cinismo, pero es la realidad.

Después de aquellos precedentes, se han producido repetidas intervenciones de grandes potencias, que no piden permiso para hacerlo. Es esa constante la que obliga a tener que reconocer que una cosa son los principios, incluso reconocidos por el contrato que rige las relaciones entre naciones, y lo que en definitiva ocurre. Frente a ese cuadro, la opción válida es la de fortalecer a la ONU, so pena de dejar totalmente en manos del supuesto buen criterio de un gobierno, la responsabilidad de limitar las soberanías.

Cuando a finales de los años 60, un grupo de médicos franceses creó «Médicos sin fronteras», fue con la idea, luego plasmada en la práctica, de «intervenir» donde quiera que poblaciones estuvieran siendo sometidas a los abusos de gobiernos, guerras civiles o desastres naturales. Esa misma filosofía es la que inspira lo que se ha convertido en una doctrina de la ONU: «intervención humanitaria», porque obviamente, ningún principio de soberanía debe ser tan sacrosanto como para obligar al mundo a mirar para otro lado cuando se masacran a comunidades enteras.

En el caso de Haití, aparte de un presidente que perdió totalmente el control de la situación, lo que es una buena razón para dejar de serlo, tanto Estados Unidos como Francia tienen responsabilidad en la degeneración de la situación interna de ese país. Y la actitud de la actual administración norteamericana (con el lamentable concurso, hay que decirlo, como el del actual gobierno dominicano) de atribuirse un derecho casi divino de intervención que solo la fuerza le otorga complica considerablemente el trabajo de la ONU, que como se sabe es la única instancia supranacional que goza de legitimidad a los ojos de la comunidad internacional de pueblos.

Naturalmente, la actitud a seguir no es la de condonar cada una de las acciones de intervención militar de las grandes potencias, sobre todo si tales acciones crean peligrosos precedentes, pero tampoco limitarse a eso y dejar que quien ya «paga la cuaba» tenga que seguir cargando con ese fardo, en este caso, el pueblo haitiano.

La ONU debe «intervenir humanitariamente» y hacerse cargo de ayudar a Haití y los haitianos, no solamente a superar sus condiciones de pobreza extrema, raíz principal de sus problemas, sino a hacerlo bien, no mal como en el 1994 lo hicieron los norteamericanos. La democracia no es únicamente tener derecho a votar y eso lo saben bien las grandes potencias que de nuevo, como de costumbre llegan tarde a su cita con Haití. Entretanto, después de lo ocurrido con su corrupto e incompetente presidente, tampoco tienen los haitianos muchas razones de creer, ni siquiera en la formalidad de una democracia de votos.

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