Intrincados caminos de paz

Intrincados caminos de paz

PEDRO GIL ITURBIDES
Alguien se antoja de que la muerte de Yasser Arafat haría la diferencia en el desconocido camino hacia la paz que se desdibuja en Asia Menor. Hemos leido crónicas de agencias internacionales de divulgación de informaciones, con este esperanzador -y tétrico- consuelo. Pero sobre el cadáver de Arafat pasarán otros fanáticos a quienes él -y otros como él- enseñó que la lucha contra Israel termina con la muerte.

De todos modos, en su cama de hospital, Arafat se recupera. Y el otro derrotero de la paz tiene que llevarse por vía de la que es la mayor potencia política, militar y económica del orbe terrestre. Son los dirigentes de Estados Unidos de Norteamérica los que están obligados, pasadas las elecciones por la presidencia, a emprender este camino.

Fue comprensible desde el punto de vista de quienes la propiciaron, la guerra contra Irak, por el derrocamiento de su mandatario, Saddam Hussein.

Incomprensible para muchos de nosotros, para gran cantidad de gobiernos que son amigos de los estadounidenses, esa guerra suscitó un fantasma que nunca hemos enterrado. Porque las diferencias religiosas entre la parte del Asia que profesa el islamismo y el resto del mundo cristiano, jamás se han superado.

Las cruzadas, en las que una Europa dividida y recelosa nunca pudo imponer su poderío, exacerbaron el radicalismo con que nació esa religión.

Sustentados sus puntos de vista hasta en la organización familiar, sábese que la mujer es, con mucho, un instrumento para asegurar la continuidad de la especie. Y nada más. Hace unas horas se ha divulgado que en vastas regiones de Arabia Saudita se mantiene una tradición que impide a los varones contemplar el rostro de la mujer.

Ni los esposos conocen de sus mujeres más que los ojos, ni los hijos atisban el rostro de aquella que los cría. ¿Qué puede pensarse de una cultura que se maneja con ésta y otras extremas disposiciones para la vida interior o de relación con otros pueblos?

Sostuvimos siempre que Afganistán era la oportunidad de occidente. Y el Japón vencido era el procedimiento ya vivido, que la potencia vencedora pudo aplicar para exhibir un pueblo en recuperación y transformación. Se prefirió, en cambio, una guerra que enfrió el entusiasmo mostrado por países de prácticas y cultura musulmanas, que habían aprobado y participado en la eliminación de los talibanes afganos. Perdimos, por tanto, la gran oportunidad.

Pero el ser humano no está hecho para ese continuo alboroto que surge de la violencia intrasocial o internacional. Los pueblos se resienten por ello. Y las elecciones recién cumplidas en los Estados Unidos de Norteamérica se convierten en una nueva ocasión para inspirar y proponer caminos de paz a los sectores fanatizados de esos pueblos que aún viven en el oscurantismo.

La prueba más contundente de que el ojo por ojo no propicia la paz, son los casi sesenta años de vecindad de Israel con sus vecinos. El asentamiento de este pueblo en esas tierras que hoyaron sus ancestros, sólo sirvió para el renacimiento de los antiquísimos conflictos. La desaparición de Arafat sería un respiro para Israel, pero no se enterrará con su cadáver, en el caso de que falleciese, la secular antipatía que separó esos pueblos desde sus primeros contactos.

La paz es trabajosa. Impone frenos a sentimientos individuales y nacionales, que no siempre pueden contenerse. Pero es indudable que lo vivido entre Israel y sus vecinos, o en Irak, prueba que tampoco la guerra es siempre una solución. Aunque en ocasiones sea imprescindible, como pueden serlo acciones radicales de la sociedad contra los que fomentan diversas formas de violencia, y, sobre todo, de criminalidad.

Siempre, sin embargo, es apetecible intentar la búsqueda de la paz. Y ahora que transcurrieron sus elecciones, conviene que los estadounidenses la procuren en Irak. Y en ese dividido, misterioso, atrasado y absurdo mundo del Asia islámica.

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