Invariable exaltación de los consumos

Invariable exaltación de los consumos

Horacio

Los recordatorios de que llega una ineludible zafra sobreabundan mediáticamente; hacen crecer necesidades o ayudan a descubrir las que no sabíamos que acompañan nuestras vidas.

Tan productivo es motivar a la gente a comprar en noviembre que la fecha de la Acción de Gracias importada que eleva por anticipado la fiebre mercadológica del mes ya no tiene más distintivo saludable que el pavo que no todos osamos comer ese jueves que antecede al viernes cuya llegada, no importa su color, conduce a tanta gente a decir que «el cuerpo lo sabe» como ambicionado arribo al fin de semana de los descansos y la disipación.

La obsolescencia de cualquier computador o móvil personal nunca resulta más ostensible que cuando las trompetas llaman a formar filas y seducen a potenciales compradores a ingresar a los salones que rinden pleitesías a novedades tecnológicas.

Habrían transcurrido apenas seis meses de la última versión en el mercado de un adminículo de la misma especie; pero con poco esfuerzo publicitario se logra que cualquier inminente consumidor pase a odiarlo por su «antigüedad».

Claro está: la parte del cuerpo que piensa, que es la cabeza, no siempre se pierde de saber hasta dónde llegan su billetera y límites de crédito.

Habría en la desvencijada clase media de estas latitudes, refrigeradores capaces de rogar que sus dueños tomen en cuenta su edad de retiro como electrodomésticos, mientras un par calzos de madera están impidiendo desde hace tiempo que el cajón y la puerta se vengan abajo.

Para el desheredado, las tentaciones envejecen más que las celulares y los noviembres pasan sin pena ni gloria. salvo que el individuo esté dispuesto a meterse en camisa de once varas, confundiendo sus prioridades; creyendo que tener capacidad de conservar los alimentos es más importante que poder comprarlos; gastar en enfriar lo que luego faltará para cocer y calentar.

Un viernes negro puede llevar sujetos a los codazos previos a la adquisición de ollas de presión.

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Salir felices por haber aprovechado una «ganga» sin reparar en que apenas tres meses antes costaban lo mismo solo que no habían sido pregonadas como baratas con el artilugio de la publicidad y los susurros radiales al oído que las adornan con virtudes increíbles como herramientas de cocción que hacen casi innecesario seguir pagando a una doméstica para que vigile y garantice el debido ablandamiento de una pata de vaca, garbanzos o habichuelas.

El poder de convencimiento del que quiere vender hace milagros. En pleno e interminable trópico ardiente aparecen quienes compren chaquetas muy gruesas de piel y forradas de lana que por razones geográficas no podrían salir jamás de los closets en latitudes del tercer mundo, lugares en los que el calentamiento global comenzó antes de Cristo.

Cualquier amnésico entraría al baratillo de alguna tienda del hogar para salir de allí eufórico debidamente equipado a precios rebajados de los mejores equipos eléctricos para sacar corchos, abrir latas y cortar con nitidez tremendas rodajas de carne cuando solo hacía una semana que le habían prohibido todas las ingestas que empeorarían su naciente diabetes.

A una chica atractivamente amasadita, de donaire y gracia, que admiraban desde cerca y desde lejos unos morbosos individuos amantes de la abundancia, la vi en lujoso local de comercio hacerse de una colección de tangas de variados colores, pero de una sola dimensión, tremendamente inferior a todo el contenido que ella iba a poner en cada pieza para sus idas a la playa.

Rebajar para poder calzarse en ellas, le habría llevado años en los cuales a lo mejor estaría llamada a engordar más y a pasar por tres embarazos.

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