Inversionistas  y trabajadores

Inversionistas  y trabajadores

POR JOSÉ LUIS ALEMÁN S.J.
En distintas ocasiones embajadores de países europeos (Unión Europea, Inglaterra, Francia, España) se han quejado públicamente de que empresas de sus países son discriminadas en subastas, tribunales y oficinas públicas. En última instancia se trata de graves problemas institucionales, básicamente irrespeto a leyes y contratos incluso ante tribunales,  que dificultan las inversiones de sus nacionales.

La delicada epidermis del nacionalismo lo resiente. No sin razón; estas quejas cuestionan el estado de derecho del país y desmienten los esfuerzos de funcionarios por captar nuevas inversiones extranjeras. Obviamente los embajadores más que movidos por cuenta propia actúan  a solicitud de sus  inversionistas. Conviene por lo tanto considerar económicamente el papel de la inversión extranjera en el desarrollo del país.

Históricamente Hoetink, Edwin Espinal y Abad, entre otros, lo han hecho recalcando el papel de ciudadanos inmigrantes a finales del siglo XIX y de empresas extranjeras ligadas con la producción de tabaco, azúcar, café y cacao en Puerto Plata, Sánchez, Santiago, San Pedro de Macorís y La Romana. Lo mismo han investigado en las finanzas Herrera Cabral y Julio  César Estrella. La importancia de la inversión extranjera en telecomunicaciones, turismo y zonas francas la podemos apreciar por nuestros ojos.

Si de República Dominicana volvemos la vista a lo que sucede en otros países desarrollados  nos llama la atención que las inversiones directas de o en economías importantes del mundo no son vistas como favorables por sus obreros organizados y por los abanderados del nacionalismo. A nivel internacional la emigración de empresas norteamericanas y europeas para establecerse en otros países está lejos de ser considerada una bendición, excepto para los empresarios,  en los países de donde proceden las inversiones. En Estados Unidos crece la oposición a tratados de libre comercio, el CAFTA-RD fue aprobada por pocos  votos en las Cámaras, y a inversiones norteamericanas en el extranjero. En Europa Francia, Italia  y España los gobiernos se oponen públicamente, en ocasiones contra acuerdos internacionales aceptados por ellos, a inversiones directas importantes de empresas de otros países en sectores claves. Lo mismo sucede en la concesión de licencia para administrar puertos en los Estados Unidos. Esto no significa que en los países receptores de inversión extranjera se la vea como deseable. Problemas de desempleo al sucumbir empresas nacionales tradicionales, la natural resistencia de éstas a una competencia externa aniquiladora y la repatriación de dividendos y ganancias después del período de maduración de las inversiones militan en su contra.

El mismo David Ricardo, creador de la teoría de las ventajas relativas del libre comercio de bienes, escribe en el famoso capítulo séptimo de sus Principios: “La experiencia muestra que la pretendida o real inseguridad del capital que no esté bajo el control inmediato de su propietario, unida a la congénita repugnancia que cada persona tiene a renunciar a su país de origen y contactos y confiarse a sí mismo, fijadas ya todas sus costumbres,  a un gobierno extranjero y a  nuevas leyes, frenan la emigración del capital. Estos sentimientos, que yo sentiría verlos debilitados, impulsa a la mayoría de las personas con propiedad a contentarse con una baja tasa de beneficios en su propio país en vez de emplearlos más ventajosamente en el extranjero”. La resistencia a la inversión directa en el extranjero ha existido, como se ve, desde casi siempre La misma tendencia de la economía  a un capitalismo internacional que tienda a eliminar la competencia, como decía Lenin,  entró en conflicto con sentimientos patrios después de  los primeros años de la revolución socialista de Rusia.

En este marco de sentimientos encontrados sobre la inversión extranjera intentemos su análisis ciñéndonos al caso de países en desarrollo.

Necesidad de la inversión extranjera en países en desarrollo

Comencemos por el papel jugado por la inversión directa extranjera en dos casos de economías socialistas: Rusia y China.

Rusia resulta particularmente interesante porque a primera vista no se aplica a ella el argumento clave para justificar la inversión directa extranjera. Cuando el gobierno soviético negoció y aprobó una ingente inversión de la FIAT italiana para modernizar su sector automovilístico contaba Rusia con  bien probada tecnología en sectores claves: aviación militar, electrónica, energía y armamento nuclear, submarinos y cosmonáutica. Rusia producía también su equipo de transporte terrestre. No es de creer que sus dificultades en la producción en masa de buenos automóviles fuesen tecnológicas o “estilísticas”.

Lo que impulsó a Rusia a buscar esa masiva inversión fue el costo de oportunidad de tener que dedicar recursos a un área quitándoselos  a otras. El costo de oportunidad de invertir recursos en automóviles era más alto (disminución de investigación y tecnología militar) que el de dedicar ese personal a investigación militar (aceptación de recursos externos para construir automóviles mejores).

El caso chino es diferente. En un mundo externo en continuo cambio tecnológico  y en una situación interna de pobreza y de relativamente pocos recursos humanos y financieros la manera más sencilla de recortar el atraso  y disminuir la pobreza era abrirse a la inversión directa extranjera y aumentar cuantitativa y cualitativamente su personal calificado. El dilema de Paúl Romer para el desarrollo: crear o usar tecnología se convirtió en usarla  (importarla) pero capacitándose para la competencia  futura. La receta China difería de la rusa; en ésta la inversión directa tenía como fin un mayor poder militar, en China facilitar un desarrollo tecnológico.

En ambos países, sin embargo, la existencia de una gran población deseosa de consumir aseguraba un mercado nacional apreciable. Esto no sucede en la mayor parte de los países en desarrollo, República Dominicana entre ellos. La única posibilidad de competir tecnológicamente es ampliar el mercado nacional produciendo para la exportación pero  el nivel y la cuantía de personal altamente calificado en ingeniería imposibilita esta meta. Va quedando una “única” política de desarrollo: facilitar una inversión extranjera que produce para el exterior y forzar la educación técnica y empresarial para pode ofrecer a esa inversión al menos parte de sus insumos, materia prima o componentes. De hecho el futuro agropecuario del país descansa en buena medida en su oferta a los hoteles.

No toda inversión directa del extranjero aun orientada al exterior es óptima para el país. Una característica de la economía globalizada es  la innovación tecnológica continua. La mejor inversión directa extranjera es la forzada, por la competencia internacional o por la necesidad de bajar costos, a renovar sus inversiones. Las telecomunicaciones y el turismo  se saben compelidas a reinvertir sus ganancias. Lo mismo está sucediendo en las zonas francas y en cierto grado en las empresas energéticas enfrentadas a costos crecientes de petróleo.

La conclusión de la necesidad de inversiones directas extranjeras obligadas a una continua reinversión tecnológica por razones de competencia en una economía globalizada  parece inevitable en el caso de pequeñas economías como la dominicana. De hecho la política económica del país, como manifiestan los viajes de nuestros Presidentes, ha aceptado esta necesidad. Quedan por examinar los caminos para lograrla.

La toma de decisiones del inversionista extranjero

El peso otorgado por la Economía a la importancia decisiva del beneficio a largo plazo como determinante de la inversión tecnológicamente avanzada y orientada a los mercados internacionales es bien importante pero corre el peligro de descuidar factores institucionales como Ricardo comprendió en el párrafo arriba citado. Comencemos, sin embargo, por el análisis de costo-beneficio en un escenario de cierta seguridad.

Potenciales inversionistas en un país ajeno buscan en él mayor rentabilidad sea como consecuencia de ventajas naturales en insumos y con  bajos costos de transporte, sea por no existir otro  lugar mejor para producir bienes destinados a terceros países, lo que no deja de ser una ventaja natural pero requiere la existencia de externalidades apreciables tales como carreteras, infraestructura vial y tele comunicativa, puertos y aeropuertos.

República Dominicana goza de la primera de estas ventajas en turismo, recursos naturales intransferibles de sol, playa y población extrovertida, y  de suelos propicios para productos agropecuarios tropicales. Cuenta además con una buena aunque no insuperable ventaja comparativa para el transporte al mayor mercado del área, los Estados Unidos. También la existencia de una mano de obra deseosa de trabajar a  bajo costo  es, por un tiempo al menos, una ventaja “natural”.

Estas ventajas naturales no son, sin embargo, absolutas, pueden ser menores que las de otros países. Varios países caribeños también las tienen y  compiten en mayor o menor grado con nosotros. Para que nuestras ventajas naturales sean decisivas necesitamos dos tipos adicionales de ventajas: políticas macroeconómicas e instituciones sólidas.

La competitividad no se decide consiguientemente por las ventajas del país receptor respecto al inversor sino por la mayor ventaja comparada con países similares. Respecto a Alemania, por ejemplo, tenemos ventajas en sol y playa pero comparados con Cuba, Puerto Rica, Jamaica, Trinidad, Bahamas, etc. no podemos afirmarlo sin más. O somos mejores que ellos o desaparece nuestra ventaja comparativa con el país inversor.

Consecuencia obvia de esta situación es que las inversiones en un sector no se deciden sólo por la existencia de una rentabilidad positiva sino por la mayor rentabilidad. En igualdad de circunstancias el inversionista extranjero optará por invertir en el país donde su ganancia esperada sea mayor. Por aquí hay que analizar la calidad y disponibilidad de otros factores complementarios -buenos hoteles, buenos accesos de transporte y comunicaciones, seguridad ciudadana, energía, seguridad institucional, etc., etc.

Además de la mayor rentabilidad la inversión busca mayor seguridad o menor riesgo. Si un país es menos inseguro institucionalmente que otros el inversionista ponderará si su mayor rentabilidad se debe a sus riesgos.

 Los riesgos se miden por la experiencia pasada y por perspectivas sobre multitud de factores entre ellos el de la existencia de una política macroeconómica estable. La volatilidad de los precios y de la tasa de cambio y el peso relativo del servicio de la deuda externa son  factores de importancia considerable en una inversión en la que se juegan millones de dólares en otra divisa con la esperanza de recobrar posteriormente más dólares. La ventaja del Banco Central, por ejemplo, depende no sólo del pago puntual del monto y de los intereses de sus certificados en pesos, lo que es posible siempre si cuenta con el monopolio de su creación, sino también del tipo de cambio al cual los pesos pueden convertirse en dólares.

Como vemos atraer las  inversiones extranjeras tecnológicamente deseadas hasta para la posibilidad de aumentar el salario real no es tarea de ignorantes de la intrincada red de relaciones que unen la economía y lo social, el presente y el futuro, la política y la realidad. Resulta curioso que a defensores de  políticas “pragmáticas”, es decir inmediatitas y realistas, o de políticas “sociales”, cortoplacistas,  les resulte tan difícil comprender esa realidad. Lo mismo hay que decir de políticas economicistas fieles al “librito” que den poca importancia a factores sociales, nacionales o institucionales.

Las quejas de los embajadores extranjeros sobre nuestra falta de respeto a la ley, a la justicia, y a los contratos, por una parte, y nuestra indulgencia frente a la corrupción pública (aprovechamiento ilegal de recursos e instituciones públicas para lucro privado), por otra parte, afectan muy negativamente las expectativas de potenciales inversionistas extranjeros.

Las instituciones estatales como garantías contra riesgos

Tendemos a minusvalorar el papel de las instituciones públicas como reguladoras de comportamiento social. En teoría, y en la práctica, hay que guiarse por ella. Las instituciones estatales buscan dar seguridad a los ciudadanos sobre lo que podemos esperar en los campos regulados por ellas porque  disminuyen el abanico de posibles conductas alternas. Se minimiza así el dominio de incertidumbre inherente a toda acción que se realizará en el futuro y se promete castigar a quien obre de otra manera. Sin esa promesa de futuro comportamiento estatal  habría muy poca base  para asegurar las inversiones en ninguna área especialmente la privada. Si el Banco Central es el  prestamista de última instancia, las leyes y los tribunales son la garantía en última instancia de contratos y acuerdos públicos y privados.

 En ese marco general podemos entender la importancia de acusaciones de embajadores e inversionistas sobre  el incumplimiento de las leyes, la inobservación de los contratos, la lentitud e impredecibilidad de muchos tribunales y, para colmo, la  letal amenaza al imperio de la institucionalidad que implica la existencia de mercados abiertos a  participantes públicos y privados en que se comercializan las mismas instituciones diseñadas para  evitarlos. De hecho,  estas acusaciones, no en algunos casos individuales sino en términos generales aunque con excepciones implícitas,  ponen en  entredicho el “Estado de derecho”, aquel en el cual el Estado está tan obligado como los ciudadanos a cumplir y a hacer cumplir las leyes. Los efectos de estas quejas públicas sobre la evaluación del riesgo país deben ser muy negativas.

Lo triste de la situación es que nuestra respuesta oficial equivale a criticar que nuestra ropa sucia se lave en público pero no se niega su suciedad porque estamos plenas y dolorosamente conscientes de ella y porque al menos en algún caso de dominio público las quejas fueron presentadas  primero a los responsables de su cumplimiento, que no es la Cancillería, y sólo después a la prensa.

Conclusiones

Vergüenza porque se hizo público lo que suponíamos. Limitación de la defensa del Estado limitándonos a argüir prácticas diplomáticas de buen gusto sin atrevernos a negar la frecuencia de prácticas anti-institucionales que fundamentan objetivamente las acusaciones porque hasta nuestro Presidente las reconoce y las critica.

Triste consuelo por aquello de que mal de muchos consuelo de tontos y de que tampoco todos nuestros inversores externos están exentos de conductas acomodaticias aunque también hay que aceptar que a veces sus Estados no sólo las prohíben sino las castigan. Esa sería nuestra mejor respuesta.

Conclusión última: al penitente que reconoce su culpa hay que perdonarlo pero sólo si tiene propósito de la enmienda lo que se sabe por los hechos y no por las palabras.

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