Irrenunciable adicción

Irrenunciable adicción

Sentí un miedo indefinido alrededor del ombligo. De repente, como si nunca lo hubiese sabido, me di cuenta de que mis pantalones tenían cuatro bolsillos y me pasé la mano  por cada uno de ellos repetidamente. Desamparado, supuse estar a la merced de eventos trágicos, de noticias lúgubres, de catástrofes inéditas. Me arropó la convicción de que muy  pronto sería incapaz de satisfacer mis curiosidades intelectuales. Imaginaba terribles consecuencias.

Experimenté temores similares en el pasado, pero por pocas horas. Esta vez  la ausencia sería de tres días. Resultaría intolerable. Antes de llegar a nuestro destino insistí de nuevo en palparme los bolsillos, consciente de que era inútil; pretendía acogerme a milagros  en los que no creía. Lo cierto era que iba incompleto sin aquel objeto imprescindible, necesario para la integridad de mi persona. El velocímetro del automóvil marcaba 80 millas por hora. Mi esposa me propuso devolvernos, regresar, poner fin al desasosiego. Lo pensé. Rechacé la idea a pesar de que me torturaba la incertidumbre. Decidí continuar el viaje a la misma velocidad avergonzado de mi dependencia. Debía superarla, pero no era fácil; el vínculo con los demás, la actualidad, el pasado, el futuro, los acontecimientos en vivo, y la ilimitada capacidad de espiar cada rincón del mundo estaban  perdidos.  

Aumentaba  mi  ansiedad y pensé devolverme; fue entonces cuando comprendí que mi  angustia era la del adicto que busca la droga, aunque en mi caso particular lo que buscaba era un aparato: el “iphone”.  Sin ese embrujado artefacto, estaba a punto de escuchar las trompetas del Armagedón. Un adicto al celular, qué duda cabe.

 Quien me lo habría dicho de joven, gritando para que me oyeran por uno de aquellos teléfonos de pasta negra. A mí, que cuando me colgaron un “beeper” pensé que poseía la última tecnología en comunicación planetaria;  yo, que frente a una computadora  presentía los efluvios de la magia negra. Sin embargo, ahora no puedo prescindir de esa portátil biblioteca de Alejandría, de ese artilugio que me permite hablarles en voz baja a los chinos y a los daneses sin subir la voz, igual que al  vecino. Una adicción irremediable.

Pero pasé bien los tres días de abstinencia, tranquilo;  mantuve algo de confianza en mí mismo a pesar de saber que carecía del astrolabio de la modernidad, del  fisgón universal. Subsistí sin convulsiones ni paros cardiacos. La tierra no colapsó a mis pies. Por mi casa todos estuvieron bien. No necesité recurrir a Google en busca de nuevas informaciones.

No obstante, al regresar, dependiente al fin, en pocos minutos estuve enganchado de nuevo. Me acerqué al lugar donde descansaba el “iphone”, revisé mensajes y correos. Amorosamente lo puse a cargar para que recobrara  energías y me devolviera las mías.

Esa noche soñé con los modelos 5,6,7, el tamaño de sus pantallas, novedosas aplicaciones, y con la posibilidad de almacenar miles de películas y vídeos que nunca vería. Será imposible curarme, no  volveré  a abandonarlo en lo que me resta de vida.

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