Jacinto Gimbernard, novelista

Jacinto Gimbernard, novelista<BR>

II. La novela
Los Grau, título de la novela de Jacinto Gimbernard, es la intrahistoria de una familia desde el año 1913 en que nació Ramiro Grau, protagonista de la obra, hasta su fallecimiento en los inicios del siglo XXI. Ramiro, militar descendiente de campesinos españoles, no bien llega al mundo, revienta de rabia, su característica principal, con gritos desesperados, como si tuviese memoria del sufrimiento de la humanidad. Es un tipo irascible, arrogante, indomable, rudo, resuelto a convertirse en militar de alto rango durante la Era de Trujillo, porque «el ejército es el camino». Llega a la capital de la república en 1936, a una edad en que las ilusiones florecen y sobran fuerzas para hacerlas realidad. Desde el primer momento queda impactado por la ciudad colonial de vetusta historia y de sobrios monumentos, entonces oprimida, como el resto del país, por la férrea mano del dictador.

El fantasma de Trujillo recorre la novela de principio a fin, como un modelo que el protagonista trata de imitar, seducido por la legendaria disciplina, el don de mando y la impoluta presencia física del Jefe. Ramiro, altivo y buen mozo, con un pasado militar oscuro que incluye su participación en la masacre de haitianos del año 1937, canaliza sus ambiciones de ascenso social y profesional contrayendo matrimonio con Ernestina Tardieu, una damita cultivada, una joven que recita poemas de Rubén Darío y toca el piano, deleitando a sus oyentes con sencillas melodías de Schubert y Schumann, y para quien los modales y las apariencias son las cosas que más importan para una mujer de su condición.

Así se establece entre la pareja Grau Tardieu una tensión vital que se mantiene a lo largo de la obra. El desamor constituye entre ellos la fuerza motriz que pone en marcha sus sentimientos y emociones esenciales. Sus desavenencias y discrepancias, sus personalidades antagónicas (áspero y primitivo él, refinada y con aires de superioridad ella) metamorfosean el clima enrarecido de la habitación, donde se desarrolla el drama de unas vidas condenadas a despreciarse.

El título original de esta novela –cuya evolución seguí paso a paso en las diferentes versiones que realizó el autor, siempre exigente consigo mismo, en busca de un texto perfectible– era La habitación de los rencores. Este título, que anunciaba sin ambages la tragedia conyugal del desamor, fue finalmente sustituido por Los Grau, acaso para introducir al lector al mundo de una familia de la capital de antaño, abatida por discordias asordinadas y enemistades íntimas.

Ramiro Grau es el prototipo del militar de otros tiempos. Pero su dedicación al ejército no es exclusiva, pues tiene un negocio de préstamos que alimentan la inquina de la esposa del dictador, una terrible mujer que bloquea a Ramiro en sus aspiraciones de movilidad social y ascenso militar, permaneciendo con el grado de capitán hasta su retiro. Ernestina Tardieu encarna la rival de una pareja en la que, pese a las apariencias de dominio masculino, impera la mujer, la cual funda su poder en la constancia de propósitos, la elegancia astuta y el bien manejado silencio.

Por otro lado, los hijos de la pareja Grau Tardieu, Erwin e Isabel Angélica de Jesús, son antípodas desde que nacen. Él, a mi juicio, constituye uno de los personajes de mayor riqueza psicológica de la novela, por sus contradicciones, sus pasiones desbordadas, sus oscilaciones temperamentales, y por reunir un amplio espectro de actitudes en las que hallamos reflejado el perfil de una juventud en un período de transición, pasando del misticismo religioso al activismo político, de la pasión por el arte a la sordidez de una vida destrozada por el alcohol, y finalmente a la conformidad social. Erwin es, para decirlo con términos de E. M. Forster, un personaje complejo, en tanto que su hermana Isabel no rebasa la categoría de personaje chato o plano, sin relieve, como su matrimonio y su vida adulta.

Las relaciones extramaritales y la infidelidad conyugal, las amantes de ocasión y las queridas de barrio son mujeres que abren vías de escape a la convivencia apática de Ramiro, su hijo Erwin y otros personajes de menor relieve. Así se suceden Felicia, la amante negra; Rosario, la india canela, querida abandonada; Marisel, la amante mulata. Son féminas que aligeran pasajeramente la vida matrimonial de Ramiro, seducidas por el atractivo físico del personaje y su enigmática personalidad. Otro tanto ocurre, en distinto nivel, con Erwin, cuyas mujeres, extraídas del variopinto calidoscopio de nuestro mestizaje, lo salvan del naufragio: Ingebord, la amante lituana; María la negra; o Ilekis, la vecina y luego amante, revindicada por la educación.

Los hijos ilegítimos son moneda corriente. La bastardía, reconocida o ignorada, es el precio de esas uniones libres que a veces, como en el caso de María del Pilar –»hija de la calle» de Ramiro y Rosario, y por tanto, medio hermana de Erwin e Isabel–, se transforma en uno de los personajes con más posibilidades dramáticas en la novela. La familia es, pues, un núcleo trascendente que el autor va examinando a través de casos que guardan parecido, en su secuencia de enamoramiento, preñez, desencanto y abandono.

Estamos ante una novela que retrata unos estilos de vida ya desaparecidos, apelando a la genealogía de una familia de la clase media capitalina, iluminada por una prosperidad que luego se esfuma. El Santo Domingo de ayer figura con todo su recato, casi aldeano en su silencio y sus precariedades, con sus «adormilados vecindarios», sus barrios «apacibles y encantadores», sus contrastes sociales lacerantes pero inmovilizados por el autoritarismo de un régimen que obligaba a la sumisión y al acatamiento incondicional. La pobreza, rasgo común a la mayoría de la población de entonces, permite homogeneizar los destinos cruzados de unas cuantas decenas de personajes que viven de sus modestos empleos, que vegetan en la miseria, llevando su carga con la mayor dignidad posible o con resentida inconformidad.

El despliegue narrativo exhibido por el autor, mediante una prosa decantada y sin manierismos de ninguna índole, presenta un universo intrincado como una telaraña, donde tejen sus hilos madres de crianza, sargentos mecanógrafos, sacerdotes, billeteros, solteronas, sirvientas, brujos, espiritistas, militares-cobradores, periodistas, profesionales de diversa índole, vinculándose entre sí con inexorable fatalismo. Pero no se trata de una simple lista de oficios u ocupaciones, sino de personajes vibrantes del pueblo llano, para quienes la existencia adquiere tintes melodramáticos, esas historias lacrimosas de madres que pierden a sus hijos, esos relatos irritantes de maridos cornudos o mujeres impostoras, de hijos tarados y drogadictos, en fin, una interminable sucesión de hombres y mujeres inmersos en situaciones tristes y lacerantes. Porque en Los Grau no hay cabida para el amor. El divorcio era entonces una ruptura infrecuente que se explica por la sujeción de la mujer al hombre, aunque el matrimonio fuese una coyunda que asfixiaba y destruía poco a poco lo mejor que hay en el ser humano.

Ningún problema de la sociedad dominicana tradicional ha escapado a la mirada de nuestro novelista. Algunos –como el prejuicio racial y la trascendencia del color de la piel y los rasgos físicos en la ubicación social de la gente– tienen un peso determinante, a veces abrumador.

Otros, como la superchería, la corrupción, la prostitución, la falsa religiosidad, no logran desviarnos del tema principal: el odio, el rencor entre seres que deben amarse y comprenderse. Y así, en páginas escritas a base de una prosa ágil con atisbos poéticos que a menudo nos lleva a creer en la proximidad de la dicha, se hilvana una novela donde no es posible la felicidad.

Los Grau –aunque lo parezca por la mención de hitos y sucesos históricos que un mediano lector debe conocer–, no es una novela histórica. Me consta que el autor podó y rehizo varias veces su obra, tratando de despojarla del posible lastre que introduce el devenir histórico.

Pero toda novela nace y se desarrolla siguiendo una línea que con frecuencia se torna ingobernable, autónoma de los deseos del autor, porque la novela, con sus múltiples posibilidades es, por definición, un periplo maravilloso, riesgo continuo, búsqueda de nuevas realidades sembradas en el reino de la imaginación.

En el aspecto técnico, se trata de una novela lineal, con inserción ocasional de escenas retrospectivas, a base de una narración en tercera persona o en estilo indirecto libre, donde los diálogos y expresiones coloquiales delatan, con sabor criollo, la mentalidad y la procedencia social de los personajes. El autor tiene un manejo inmejorable de la ironía (lo podemos constatar en sus comentarios sobre la maestra de piano, por ejemplo), que a veces se hace sutil como una sugerencia, pero evita las intromisiones y opiniones personales. Si hay algo que a veces el lector echará de menos tal vez sea la tendencia del narrador omnisciente a la conclusión sumaria, el cierre inesperado de ciertas historias dentro del cauce novelesco, cuando uno desearía que hechos y acciones tuvieran un desarrollo más dilatado.

Los Grau es una novela cuyo telón de fondo histórico no es un obstáculo para el disfrute de esos melodramas que se tejen sin cesar. El autor, como James Joyce en su amada Dublín, recobra los predios paradisíacos de su ciudad natal, regodeándose en hábitos, costumbres, prácticas, utensilios y objetos que son, por así decirlo, un arsenal de datos valiosos para la antropología cultural del siglo XX. Las intertextualidades, es decir, las referencias a libros y autores de otras latitudes y culturas, no están en la novela como meros adornos retóricos, sino en función de una trama amena que se despliega sin desmayos. Así mismo, la música acude en auxilio del narrador para reforzar la caracterización de sus personajes, cuando aún no había hecho irrupción la tecnología ultramoderna del presente, y el piano de pared alquilado constituía un emblema de distinción y marcaba distancias educativas y sociales.

Conclusión

Jacinto Gimbernard renueva su magisterio y ratifica su vigencia literaria con la publicación de Los Grau, y añade un título importante a una obra ya extensa que incluye historia, filosofía, música, memorias y que ahora se engalana con esta grata ficción narrativa, de gran fuerza evocadora y reminiscencias poéticas.

Me siento orgulloso de que Jacinto continúe su trayectoria ascendente, siempre en busca de la cima que sólo el arte puede proveer, y de que él, por su integridad bondadosa, su sincera palabra y su recto accionar, sea uno de los más altos ejemplos entre nosotros para las actuales y futuras generaciones.

Sé que nuestro artista, uno de los grandes maestros del arte en la República Dominicana, se sentiría feliz con saber que su novela llega en momento oportuno a las manos de un público diverso que comienza a sentir los aires de la Navidad, cuando las esperanzas se anidan en los corazones y el mundo parece iluminado por luces bienhechoras.

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