Jacinto Gimbernard, o la huella de un gran artista

Jacinto Gimbernard, o la huella de un gran artista

El primer contacto con la obra de Jacinto Gimbernard se produjo a principios de la década de los setenta del siglo pasado, cuando enseñaba su libro de historia dominicana en mis clases de profesor bisoño. En aquella época se hallaba inmerso en la filosofía y la psicología, sin abandonar su labor pedagógica ni sus memorables recitales por televisión junto al notable pianista Vicente Grisolía.
Recuerdo el impacto que me produjo su ensayo sobre Trujillo y después “Medalaganario”, un libro clave que contribuyó a popularizar el término. Es la biografía emocional de su propio padre, don Bienvenido Gimbernard, en la que despliega gran poder de evocación y maestría de narrador con una estupenda semblanza de la capital dominicana de antaño.
Tuvo una formación autodidacta esmerada, sin ir a la escuela ni compartir con amigos de su edad, bajo la amorosa protección de su madre, doña Concepción Pellerano, y la celosa mirada de un padre vigilante y temperamental. No conozco ningún otro caso de un progenitor que haya significado tanto en la formación integral de un hijo. Pero el aparente perfil kafkiano de la relación padre-hijo, lejos de suscitar resentimientos y amarguras filiales era objeto de un culto intocable.
Artista polifacético, sobresaliente en cada una de las disciplinas que le apasionaban, fue un niño prodigio, violinista de la Orquesta Sinfónica Nacional desde los trece años de edad, cuando era un muchachito delgado e imberbe que con el tiempo se convirtió en director titular de esa entidad, luego de haber ostentado los puestos de Primer Violín de las Sinfónicas de Dallas y Cincinnati, y de Konzertmeister en la Sinfónica de Hannover. También dominaba el difícil arte del dibujo y fue un creador de gran penetración psicológica, como lo prueban numerosos rostros y siluetas publicados en el “Listín Diario”.
En un momento de plenitud fue diplomático, y con su esposa, la admirable pianista Miriam Ariza, dejó una huella imborrable en el ámbito cultural parisiense cuando fungió como embajador en Francia, con un recital de nuestra música en la Ciudad Luz, junto al tenor Arístides Incháustegui. Conservo también gratos recuerdos de las tertulias del “Mariachi” en casa de Manuel Rueda, un selecto grupo de amigos que por años se reunió todos los domingos para hacer música y leer.
Escribió miles de artículos sobre temas culturales y supo contar las vicisitudes de nuestro pueblo en busca de su libertad. Era un viajero memorioso y ducho periodista con extraordinaria capacidad para fascinar al lector mediante la invención de personajes jocosos que le servían para satirizar el medio político y social. Durante años ocupó la dirección ejecutiva de la Fundación Corripio, cargo en el que Manuel Rueda parecía insustituible, y allí contribuyó a crear un clima integrador para todos los artistas y escritores que allí acudían.
Mostró siempre una profunda espiritualidad, pero en su fe no había atisbos de beatería religiosa, ya que sabía cuestionar, con agudas reflexiones, los grandes dogmas que sustentan al cristianismo, o cuantas verdades absolutas pretenden imponerse en la conciencia de los seres humanos.
Jacinto, hombre del Renacimiento en nuestro días, personificó al erudito sin poses, al escritor culto de conocimientos asentados en lecturas de clásicos antiguos y modernos, que él enriquecía con citas en latín, francés, inglés o italiano, a través de frases que en sus labios sonaban naturales, sin asomo de vanidad, ya que representaban para él símbolos de un mundo que trataba de preservar, enfrentándose a la pérdida de nociones y valores entrañables.
También fue un conversador inagotable que contagiaba con su galante manera de hablar y de traer al presente episodios que parecían extraviados en los laberintos de la memoria. Su jovial aspecto de muchacho enamorado e ingenuo no se desvaneció pese al paso de los años. Su delgada figura, y ese rostro sorprendentemente juvenil en el que de vez en cuando asomaban los arreboles de la timidez, comenzaron a deteriorarse cuando murió Miriam, dejándolo en el abismo.
De aquel maestro entrañable cuyo recuerdo atesoramos, nos quedarán siempre huellas del amigo cabal, afectuoso, espíritu sensible, soñador, risueño, optimista, hombre íntegro, esperanzado en los poderes de una justicia sin privilegios y los bienes que la belleza del gran arte y la literatura de todos los tiempos prodigan al alma humana.

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