Jacinto Gimbernard Pellerano – De lobos, Fromm, políticos y luz

Jacinto Gimbernard Pellerano – De lobos, Fromm, políticos y luz

Casi por veintitrés siglos ha venido repitiéndose una frase de Tito Maccio Plauto, el comediógrafo romano que escribió aquello de que el hombre es lobo para el hombre (homo himini lupus), pero resulta que, muchos siglos después, estudiándose la conducta de los lobos y otros animales, se llegó a la conclusión de que la ferocidad del humano, no la posee -en similar circunstancia, necesidad y provocación- ninguna otra especie.

Erich Fromm, el eminente psicoanalista, filósofo social y ensayista germano-norteamericano, fallecido en 1980, publicó en 1973 un libro que conmocionó al mundo pensante: The Anatomy of Human Destructivness. Entre muchas afirmaciones resultantes de profundos estudios, nos dice: «Los grupos humanos difieren tan fundamentalmente en sus respectivas graduaciones de destructividad, que los hechos difícilmente pueden ser explicados bajo la asunción de que tanto la destructividad como la crueldad, son innatas». También destaca que «el grado de destructividad aumenta con el incrementado desarrollo de la civilización, y no en forma opuesta». ¿Aterrador, no? Y añade: «Si el humano estuviese dotado solamente con la agresividad biológicamente adaptada que comparte con sus ancestros animales, habría de ser relativamente un ente relativamente pacífico. Si los chimpancés tuvieran psicólogos, éstos últimos difícilmente podrían haber considerado la agresión como un tema merecedor de que se escriban libros. Pero el humano difiere del animal por el hecho de que es un asesino; es el único primate que mata y tortura miembros de su propia especie sin ninguna razón, ya sea biológica o económica, y que siente placer haciéndolo».

Yo, confiando en Platón y esperanzado en que tuviese razón en cuanto a que un extremo lleva necesariamente al extremo opuesto, esperaba, desde hace varias décadas, una revalorización de la moral, que no se ha producido.

La «civilización», es decir: el consumismo y los valores fáciles de la amoralidad, nos arropan cada vez más. ¿Qué pensar? ¿Todo ha ido descendiendo desde cuando Cicerón se quejaba de la degeneración en las costumbres de su tiempo, una centuria antes de Cristo? Hemos ido perdiendo virtudes como Shakespeare denunciaba en sus sonetos y otras obras de enorme fuerza?

No puede ser. Estaríamos enterrados en el fango pestilente. Ya no sería posible ver con claridad el proceso degenerativo, porque tendríamos los ojos cubiertos de cieno hediondo y fétido.

Las esperanzas están puestas en quienes, a estas alturas u honduras, somos capaces de ver el mal, y señalarlo acusadoramente.

¿Qué somos fantasiosos? No estoy seguro de ello.

¿No estamos viendo la realidad de que por más que algunos se aferren a las prácticas -maravillosas, excelentísimas, portentosas, fantásticas y estupendas- que construyó el Generalísimo Trujillo para ser un dios en esta república-monarquía, y estas prácticas sean denostadas pero no abandonadas, todavía el sueño mirífico de un control absoluto del país, sigue siendo apetitoso bocado que mastican, hasta donde pueden, los presidentes del país?

Sin embargo, no todo ha sido descenso. Irrespeto. Malandrinismo.

Ya no tenemos al espantoso Servicio de Inteligencia Militar (SIM), aunque se sigan practicando otras formas de tortura o castigo brutal -como los disparos de los policías «cirujanos», que obligan a amputaciones- y presiones de autoridades de uniformes o de traje civil con capacidad de mandar uniformados.

El hecho de poder denunciar abusos, el bálsamo de que tenemos una prensa libre (cuando no se ocupa descaradamente como el caso del venerable «Listín Diario», convertido en un panfleto reeleccionista que viene a ser un insulto al nombre del decano de la prensa diaria, así como a la cauta, noble y siempre bien intencionada dirección del inolvidable Rafael Herrera) esto demuestra que, a pesar de los absurdos gubernamentales, por encima de los manejos burdos, la Nación (esa que no creían posible el padre de Francisco del Rosario Sánchez, Siño Narcisazo, quien le decía al héroe independentista que «esto será país, pero Nación nunca»), a pesar de los augurios pesimistas, que no son los de la Casandra homérica, sino peores, por ser frutos de egoísmos y envenenamientos, no por visiones misteriosas, a pesar de todo -repito- este país va en cambio de ser una Nación. No obstante los malos mandatarios que hayan podido surgir de las confusiones del sistema democrático, que si no se pone atención, pueden darle paso a los mentirosos, a los ávidos insaciables.

Ni Plauto, ni Shakespeare ni Fromm, con toda su lucidez y genialidad, tienen la última palabra. Me inclino por una frase que alentaba a nuestro Miguel de Cervantes: «Tras las tinieblas espero Luz» (Post tenebras spero lucem).

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