Jacinto Gimbernard Pellerano – Don Mozo Peynado, melomanía y mi padre

Jacinto Gimbernard Pellerano – Don Mozo Peynado, melomanía y mi padre

Situado justo al medio entre lo cariñoso y lo respetuoso, Don Mozo era el apodo común que se aplicaba al Lic. Jacinto B. Paynado, aún cuando ostentara el título de Presidente de la República, otorgado por el Generalísimo Trujillo en 1938, para no reelegirse de su segunda presidencia, iniciada en 1934. Por supuesto, los «presidentes» que nombraba Trujillo carecían de poder, pero el dictador tenía extrañas consideraciones por la legalidad y las apariencias, y podía sacar de la manga insólitos pudores como si fuese un prestidigitador. )Qué no convencía a nadie? Se convencía él. Don Mozo, solemnemente juramentado Presidente de la República, no dejó de asistir a su peña vespertina en el Parque Colón, donde se mecía apaciblemente en su mecedora allí previamente instalada, charlando con sus contertulios habituales. Cuando algún despistado venía a pedirle algún favor, un nombramiento de mecanógrafo en el gobierno, o algo así, don Mozo respondía con tono amable y respetuoso: «Dirígete a la autoridad», o algo por el estilo.

Tenía poderosa pasión por la gran música, especialmente las creaciones de los compositores románticos del siglo diecinueve, que lo transportaban hasta las lágrimas. Especialmente Frederic Chopin. Trujillo respetaba esta sensibilidad. Hasta ese punto llegaba el complejo dictador. Cuando trabajaba yo en mi libro «Trujillo» pude comprobar, mediante entrevistas, que en cierta ocasión el generalísimo llegó a la residencia del «presidente» cuando don Mozo tocaba el piano. El complicado Jefe no permitió que se anunciara su presencia hasta que don Mozo hubiese terminado su precaria aunque emotiva interpretación pianística.

Es que en Trujillo cabían por igual la más aterradora crueldad y la más delicada cortesía. Tal realidad debería ser mucho menos sorprendente de lo que es. Los nazis de Hitler, los refinados y cruelísimos jefes de la Gestapo, de las Tropas Especializadas en exterminios masivos, se conmovían profundamente al escuchar una tierna canción de Schubet o un aria apasionada de Wagner.

Por aquí no andábamos en tales extremos ni mucho menos, exceptuando «el corte» de haitianos en 1937. Todavía no existía el Servicio de Inteligencia Militar (SIM) que estableció la atrocidad de la «Era».

El caso es que don Mozo, amigo de mi padre por muchos años, y hermanados por su exaltada admiración por Chopin, encargó a mi padre su intervención en la elaboración de un «Concierto-Homenaje» en le fecha de muerte del gran compositor-pianista. Aceptando que no estaría vivo para conmemorar el centenario de la muerte de Chopin, que habría de ocurrir el 17 de octubre de 1949, había decidido conmemorar el 90 aniversario el 17 de octubre de 1939.

En esas decisiones, el poder presidencial era real y obedecido.

Mi padre hizo los arreglos con la Orquesta Sinfónica, los solistas, la programación del acto y el protocolo. El programa se iniciaba con el discurso del eminente Virgilio Díaz Ordóñez, a la sazón Secretario de justicia, Educación Pública y Bellas Artes. Paula Marx de Abraham, una de las refugiadas europeas acogidas por Trujillo, interpretaría el Concierto No.1, en Re menor de Chopin, acompañada por la Orquesta Sinfónica dirigida por su director Enrique Mejía Arredondo, ya que aún no existía la Sinfónica Nacional que se puso en manos de Enrique Casal Chapí, otros «refugiado» ilustre que derramó sabiduría musical entre los dominicanos.

Mi padre dibujó y diseñó un programa de lujo que aún hoy sobrepasa cualquier programa ambicioso. Don Mozo estaba exultante.

Pero las relaciones entre estos dos melómanos tremebundos, don Mozo y mi padre, pasaron luego una prueba exigente.

Con don Mozo aún en la Presidencia, se anunció un recital de violoncello especilmente llamativo. Creo que se trató de Bogumyl Skora. Mi padre hizo detener el funcionamiento de las prensas de su imprenta durante tres días previos al evento, «para limpiarse los oídos». Se dedicó a escuchar discos de grandes violoncelistas. Así preparado, va al Teatro Capitolio, frente a la Catedral, y se sienta en medio del patio de butacas para escuchar el recital. Transportado por el arte del violoncellista, escucha de repente que alguien silba, a sus espaldas, la ensoñadora melodía que brota del violoncello. Papá se vuelve, furioso y dice un sonoro: «(Schee, carajo! Entonces se entera de que quien pitaba era nada menos que el Presidente Peynado. Al final, mi padre fue a pedirle excusas pero don Mozo lo detuvo, diciéndole bonachonamente:

– No hombre, Gim, hiciste muy bien, es una mala costumbre que tengo… me emociono… y pito.

Don Mozo tuvo razón que no viviría para el centenario de Chopín.

Murió unos cinco meses después del «Concierto-Homenaje».

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