Jacinto Peynado

Jacinto Peynado

PEDRO GIL ITURBIDES
Don Enrique Peynado Soler tuvo siempre una posición contradictoria respecto de la actividad política de su hijo Jacinto Bienvenido. Deseaba que llegase a la Presidencia de la República para seguir los pasos del abuelo de éste, padre de aquél, que lo fue para el período 1938/1942. El abuelo de Jacinto falleció a mitad de ese ejercicio gubernativo, habiendo sido sucedido por su Vicepresidente, el Lic. Manuel de Jesús Troncoso de la Concha.

Jacinto había optado a la candidatura a Senador por el Distrito Nacional en las elecciones de 1982, por el partido Acción Constitucional. Durante el proceso mismo también fue propuesto por el Partido Reformista. Se había inoculado de un virus que nos afecta a todos los dominicanos desde los orígenes de nuestra nacionalidad. En lo adelante, ya no podría desprenderse de este germen.

Poco después de que fueran celebrados los comicios, sin que alcanzase ser elegido, su padre nos llamó a la Cámara de Cuentas de la República. Lo había hecho con frecuencia, pero ahora la excusa era que deseaba que le imprimiésemos unos materiales de la empresa importadora de vehículos que presidía. Cuando acudimos a su oficina nos entregó un documento. Le explicamos que no teníamos imprenta.

Años atrás, cuando su empresa fue abierta en la avenida San Martín cerca de la esquina Máximo Gómez, le habíamos impreso unos formularios. Posteriormente dejamos de prestarle estos servicios. Nuestra extrañeza fue enorme, pero posiblemente la de don Enrique fue mayor al explicarle que no teníamos imprenta. Siempre he pensado -y esta elucubración la he sostenido al hablar del tema- que don Enrique no deseaba la prestación del servicio sino escuchar que la política se tragó ese negocio.

Dirigiéndose entonces a Ignacio González y otros de sus amigos, junto a los que me había recibido, dijo enfático que había advertido a su hijo que esto podría ocurrirle. A lo largo de los años dividió sus emociones entre el deseo de que el hijo fuera lo que había sido el propio padre de don Enrique, y su anhelo de que no fuera esquilmado en el intento.

Cuanto asevero a continuación no lo oí nunca de sus labios, pero me lo han referido amigos comunes, que, a su vez, han escuchado el relato que escribo. Ya enfermo, pero aún activo y al frente de sus negocios, don Enrique llamó a sus hijos para advertirlos que no permitiesen que el financiamiento a las actividades políticas, perturbasen el desempeño de los negocios. Pero Jacinto seguía imperturbable en un derrotero que se trazó cuando, hacia su elección como Senador por el Distrito Nacional en 1986, se había vuelto un ente de servicio social.

Aquello comenzó desde que en 1983, por sugerencia de Guaroa Liranzo, se incorporó a la comisión de cedulación del Partido Reformista. El Dr. Joaquín Balaguer nos había encargado esa comisión que, en principio, rechazamos debido a las exigencias económicas de un encargo de esta naturaleza. Lo comentamos con Guaroa, quien, sin titubeos nos dijo «¡esa es la oportunidad de mi compadre Jacinto!». Nos tocó, por instrucciones de Guaroa, sugerírselo a Balaguer, quien aceptó que Jacinto se hiciese cargo de esa labor al saber que destinaría una suma millonaria a esa encomienda.

En forma paralela sacó camiones tanqueros para el reparto de agua, compactadores para recoger desperdicios allí a donde no llegaba el servicio municipal, ambulancias para asistir enfermos en barrios pobres, y muchos otros servicios similares. Todo ello, por supuesto, a costa de su fortuna, sin que atendiese los reclamos de su padre.

La política en la República Dominicana se ha practicado siempre como un instrumento para esquilmar al fisco, y por ende, al pueblo. De tarde en tarde ha surgido uno que otro elemento que no lo ha hecho. De ordinario estos políticos han sido alejados del quehacer partidario, y casi siempre, ganaron el desprecio de la clase política. En su caso, además, Jacinto carecía del carácter para un ejercicio en el que se precisa de moderación del ánimo. Cubrió esa falta con un inusual desprendimiento, que dislocó los negocios de su familia.

Al bajar a la tierra que lo vio nacer, al menos, se le reconoce esta característica, aún por aquellos que le adversaron en ajetreos como éstos, tan llenos de ingratitudes.

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