Jaculatorias mendaces

Jaculatorias mendaces

CARMEN IMBERT BRUGAL
Las desavenencias entre los partidistas tradicionales dominicanos, son aburridas. Entrampados, presa de errores y culpas, limitan sus disquisiciones a la coyuntura. Reaccionan, no proponen. Unos y otros, incapaces de trascender la reyerta violenta y ansiosa que les garantiza audiencia, atención pública efímera, no logran ir más allá del chismorreo, los amagos y las descalificaciones. Conocen sus electores, saben que no precisan de grandes esfuerzos para ganar o mantener adeptos, tan cansados y decepcionados como ellos, aunque lejos de los placeres que el poder permite. Discuten entre ellos, convierten en problema nacional sus pendencias, desprecian las instituciones. Los demás son espectadores. Detrás de los micrófonos, a través de las pantallas, fanfarronean, predican, imputan, alborotan.  Si tedioso es el cotilleo de dirigentes y simpatizantes, no más divertida es la prédica de quienes pretenden convertirse en alternativa e intentan pontificar.

Alarmados por los desaciertos y las infracciones, reprenden, elucubran, sin resultados. Suponen un escenario inexistente, prescinden de las demandas y del sentir de esa población hambreada, atrapada y con carencias que la dádiva no resuelve. Como portadores de la verdad y la redención, difunden un discurso redactado desde sus vivencias y sin ponderar el entorno.

¿Adónde está la mayoría que repudia, con éxito, el mercado de lealtades? ¿Quién puede presidir el tribunal, apto para sancionar los desvaríos y el descaro, de militantes mercenarios? ¿Desde cuándo la práctica de la deserción partidista ha recibido el rechazo colectivo?

Desconocer el etos nacional facilita las reiteraciones erradas, ratifica la anomia, permite una retórica ajena al quehacer público nacional, empantanado, sin novedad.

Se repite el sonsonete, las prédicas feraces, en contra de la traición y la compra y venta de adscripciones. La crítica a la fidelidad de pacotilla. Olvidan que el oportunismo ha sido y es costumbre y no avergüenza.

Algunos optan por imaginar un país que no tenemos, que nunca hemos tenido. La remembranza de los próceres ilusiona, pero no convence. Los balbuceos heroicos han sido frágiles, sin consecuencias ni émulos, pretenden re-editarlos sin apoyo ni convicción. Asidos a la fantasía, imitan a Catón, como si alguien estuviera interesado en acatar el sermón de la frugalidad y la disciplina, de la sanción y la igualdad, del orden y el respeto.

Es imperativo admitir que, hasta ahora y sin enmienda inmediata, se cumple aquello que escribiera Stefan Zweig en la insuperable biografía de Fouché. El autor, sin esconder su admiración por el genio tenebroso, a quien considera «el más excepcional político» advierte «en la vida real de la política, no vencen los hombres de clarividencia moral, de convicciones inquebrantables». La verdadera eficacia está en manos de hombres inferiores, aunque más hábiles…”.

José Fouché, «traidor de nacimiento, miserable, intrigante, de naturaleza escurridiza, tránsfuga profesional, alma baja de esbirro, abyecto, amoral» fue más trascendente que cualquiera de sus contemporáneos. El hombre sagaz y poderoso que nunca pudo vencer los prejuicios, hijos de su origen social, protagonizó un tránsito vituperable y triunfante.

Fue lo que quiso y convino ser en cada momento. El apego de Napoleón a su consejo, era proporcional al temor causado por su argucia. Seminarista, jacobino, girondino, estuvo de acuerdo con la ejecución de Luis XVI y de Robespierre. Represivo, fisgón, golpista, Ministro, Conde, Duque, clamó por el retorno de los Borbones. La veleidad era su carta de presentación, señal de identidad y éxito.

Mientras la minoría de la minoría se queja y censura, protesta y acusa, los partidistas se empeñan en seducir al electorado. Nada los detiene. Quieren votantes no contradictores.

El recurso moral sirve para encubrir derrotas. El sistema de partidos, en la República Dominicana, no se destruye o conjura con lamentos, promesas, anuncios de sacrificio, tampoco dividiendo el país entre buenos y malos. Somos buenos y malos, con enormes equivocaciones y aciertos mínimos, con un historial de impunidad y vilezas que atormenta, sin embargo, el solio no es para serafines ni querubines. Esa «fatalidad moderna» que es la política, deshecha el noviciado y es severa con el convento.

Los votos son necesarios, no se consiguen con indulgencias y menos con jaculatorias mendaces. Para llegar a Palacio, usando un camino diferente, es imprescindible conocer quién facilitará el trayecto, sin idealizar el pasado y sin soñar con un futuro que el presente no augura.

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