Jarrete, una parte noble a
usar en la cocina gourmet

Jarrete, una parte noble a<BR>usar en la cocina gourmet

CAIUS APICIUS
MADRID.  EFE.  “Malhaya quien mal piense” es una buena y directa traducción del viejo lema, naturalmente en francés arcaico (“honi soit qui mal y pense”) de la muy británica Orden de la Jarretera, instituida a mediados del siglo XIV por Eduardo III al devolverle a la Duquesa de Salisbury, con quien estaba bailando en una fiesta de la Corte, una liga que se le había caído.

Es una Orden muy cerrada, con un corto y fijo número de integrantes… cualidad a la que se apuntarían muchísimos voluntarios si, para obtenerla, bastase con jurar fidelidad al jarrete de ternera, una pieza de verdadero arte mayor, que ha reaparecido con fuerza en la cocina actual, que le ha devuelto su aspecto más esplendoroso al llevarlo a la mesa entero, brillantemente lacado en su exterior, con el hueso de la canilla enhiesto, sobresaliendo de la pieza muscular, lleno de ese prodigio en horas lamentablemente bajas que es el tuétano, gloria a su vez de una de las mejores recetas inventadas en el universo mundo para el jarrete de ternera, el “ossobuco alla milanese”.

El jarrete, que también se conoce con los nombres  de “morcillo” o “zancarrón”, ha sido siempre un corte estimado; su melosidad lo hace muy indicado para el cocido o puchero, para ser estofado al vino tinto… Para muchas recetas tradicionales y sabrosas en las que, la verdad, hasta ahora nadie se había preocupado demasiado de su aspecto, poniendo el acento en su sabor, en el punto exacto de su cocción, ése que hace que la carne estofada, sin llegar a deshacerse, ofrezca una explosión de melosidad que impregna toda la cavidad bucal y la llena de gloria.

Un jarrete, digamos, popular, rural, despreocupado por las formas, un jarrete “a la pata la llana” (natural, sencillo), como correspondería  a un músculo locomotor.

Pero he aquí que grandes cocineros de ahora mismo han decidido que el jarrete es  una pieza noble,  pieza digna de la antigua caballería europea, de la caballería derrotada en Azincourt, en Crézy…

Y sí que se han preocupado de que tan noble señor aparezca en ese torneo que se celebra en todas las grandes mesas revestido con todas sus armas, ofreciendo el mejor de sus posibles aspectos, orgulloso, en pie, reclamando todas las miradas antes de hincarle el diente, fin del que no va a librarle su imponente presencia en la bandeja antes de ser trinchado por manos hábiles.

Usaremos un jarrete de ternera lechal de, más o menos, kilo y cuarto de peso para dos personas. Marínenlo de dos horas a dos horas y media en sal; después lávenlo, séquenlo, átenlo y dórenlo en aceite bien caliente.

Una vez dorado, cuézanlo en horno de vapor, preferiblemente en una bolsa de vacío, con un poco de mantequilla, hasta que quede tierno; llevará unas cinco horas. Abran la bolsa, recuperen los jugos, pónganlos a reducir y resérvenlos. Vuelvan a dorar el jarrete, métanlo en horno a 180º y vayan rociándolo con el jugo reducido hasta que su superficie quede bien lacada.

Pelen como media libra de cebollitas francesas y cuézanlas en agua con sal y una punta de azúcar.

Escúrranlas, dórenlas en sartén con un poco de mantequilla y comprueben el sazón. Lleven a la mesa el jarrete entero, con las cebollitas como guarnición.

Es a esos jarretes gloriosos -llamarles “morcillo” o “zancarrón” es, de alguna manera, vulgarizarlos, hacerlos de menos- a los que uno juraría eterna fidelidad para poder lucir, ceñida en el jarrete propio, la codiciada banda de la muy noble Orden de la Jarretera… y que cada cual piense lo que quiera, si  piensa bien.

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