Jean de La Fontaine o bajo el sol de la fábula

Jean de La Fontaine o bajo el sol de la fábula

 POR ADOLFO CASTAÑÓN
Cuando aparecieron las Fábulas de La Fontaine (1621-1695) podían leerse como un ejercicio modesto de traducción y adaptación. Son en realidad el mapa de una ciudad literaria. La maqueta de un palacio en miniatura donde se parodian los grandes y pequeños estilos del siglo. Los instrumentos de la épica y de la elegía son reducidos a escombros para elevar con ellos un conjunto de cuadros y situaciones que nos recuerdan que ese palacio está habitado por seres y animales que sólo pueden seguir su naturaleza, bestias cuya inteligencia.

Este es uno de los escenarios contra los que se recortan las fábulas: el debate en torno a la inteligencia de los animales y la extensión de la razón natural. Era un debate con pasado. Ya Montaigne un siglo antes en su Apología de Raymundo Sabundio lanzaba la duda para poner en su lugar al hombre cuyas aspiraciones en el Renacimiento se elevaban literalmente a las estrellas. El neoplatonismo hermético, por un lado, y el avance de la cultura técnica por otro habían elevado al ser humano a una dimensión casi divina. Las fábulas de La Fontaine fueron escritas a la sombra del desencanto con que se inicia el reinado de Louis XIV (1638-1715). Las Fábulas recuerdan al ser humano que no está tan lejos del animal pero los animales de La Fontaine no son ni pueden ser máquinas bestiales, fauna mecánica en la línea de Descartes (1596-1650). Y por una razón: sienten, sufren, hacen sufrir involuntariamente al cumplir su papel en la comedia humorística que es la creación. En Ovidio los dioses transitaban por las metamorfosis entre los animales y los hombres. En La Fontaine son las pasiones las que se enmascaran con cabeza animal. Ese baile de disfraces baila y canta varias músicas, en prosa y en verso, sigue a diversos maestros de ceremonias —el yo, el nosotros—. Los personajes —el león, la rata, el sapo, las ranas, la liebre, la golondrina— siguen llevando los antiguos ropajes de la fábula. Pero algo los vuelve más vivos y brillantes: cierto realismo, cierta familiaridad, una intimidad que en el tú po tú va creando el círculo encantado de la conversación, el mágico anillo que suspende a la historia, y hace olvidar a los súbditos el temor del rey y al rey el orgullo, la gravedad de serlo. La fábula, género menor, género para menores y gente rústica, sencilla y aun simplona, es la madera vulgar que el artista, como el leñador del libro III, transfigurará con su hacha de oro o de plata. Pequeños cuentos, medallones, anécdotas picantes, inolvidables, crudas, dichas por un señor educado y gracioso, anterior a enciclopedistas y fisiócratas, un francés alimentado en la leche bronca de la novela de zorra (Le roman du renard) y de Rabelais, de Montaigne y de Horacio. La zoología cortesana de las fábulas no perdona la crudeza ni la violencia. Es un jardín el de La Fontaine donde no están ausentes tampoco algunas plantas, digamos medicinales por no decir venenosas, para evocar a La hija de Rapaccini de Nathaniel Hawthorne y Octavio Paz. La cortesía entre los habitantes de este mundo no debe hacernos olvidar la crudeza de su instinto natural. Las lecciones son las de siempre —la ley del más fuerte, el poder de la astucia, la demostración de que no hay pequeño enemigo y así sucesivamente— pero han sido dramatizadas y, sobre todo, iluminadas por una escenografía ligera, una comicidad melódica y melodramática que propone en términos risueños la penitencia. Los animales de La Fontaine son todos seres prácticos, y llevan en su sangre el grave sentido común del antiguo propietario rural, del campesino.

Las fábulas se presentan como apologías de lo pequeño, actos triunfales elevados para celebrar el éxito de la gente menuda. De ahí que otro poeta, Alphonse de Lamartine haya reprochado siglos después a La Fontaine su estrechez y Rousseau temiese que el niño educado en La Fontaine se volviese egoísta y burlón como la hormiga. Pero el punto de La Fontaine es menos su doctrina que el ritmo y el timbre en que están expuestas sus fábulas, y el impulso humorístico de su exposición.

La fuerza del pequeño débil sobre el grande poderoso, la solidaridad servicial entre los diversos protagonistas de esa comedia llamada el Reino Animal, la eficacia del saber rural frente al urbano y en todos los órdenes una crítica de la grandeza hacen de las fábulas de La Fontaine una pieza excepcional en el llamado Gran Siglo. La Fontaine presentó sus fábulas como traducciones: lo son no sólo del griego y del latín al francés sino a ese variado conjunto de lenguas, usos y actitudes que confluyen en la lengua francesa del siglo xvii, ya pulida por la urgencia de la conversación civilizada, pero todavía impregnada de gestos y caudas barrocas.

Las fábulas caben ser leídas así como un monumento a la red de pactos sociales que sostienen al Antiguo Régimen. Pero esa diversidad de hablas y parlas, de tesoros verbales puede confluir en una lengua gracias a su discreción. Es el libro que expresa al Antiguo Propietario Rural contra los amanuenses y cortesanos del Nuevo Estado Absoluto, la obra que expresa la filosofía a la par sabia y mezquina del tendero del pueblo que sabe que para transitar por la vida es preciso comprar y vender con moneda menuda y no andar presuntuosamente exhibiendo los billetes grandes que nadie puede cambiar. Una filosofía algo mezquina y poco aventurera como corresponde por lo general a la prudencia y a la práctica moral. Hay sin duda líneas de cruce entre Descartes y La Fontaine. Una es, desde luego, la del desencanto que profana al mundo al someterlo a un Discurso del método. Y aquí cabe hacer notar que La Fontaine abre un teatro para los animales, convoca órficamente a las legiones bestiales para mejor extender las condiciones de una convivencia fundada en el derecho natural.

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