Jesucristo en el año de la misericordia

Jesucristo en el año de la misericordia

La aspiración de los seres humanos, en su existencia terrenal, es poder disfrutarla y vivir en armonía con sus semejantes. Esa meta nunca se ha logrado desde el mismo momento que los seres humanos adquirieron conciencia de su racionalidad, capaces de discernir y apreciar sus condiciones esenciales de las pasiones y de las virtudes. Los continentes fueron poblados por oleadas de seres humanos. Desde su lógico e incipiente primitivismo, hasta sus asombrosas capacidades tecnológicas, que cada día nos asombran, hay todo un reguero de las acciones maravillosas o perversas de los hombres y mujeres. Estos, en un momento dado, aspiraban a aplacar la ira de sus dioses con sacrificios humanos, al tiempo que la filosofía, la religión y creencia en Dios penetraban las conciencias de los pueblos helénicos y orientales. Al momento de enviar Dios a su Hijo, el mundo de entonces, se encontraba sometido al poder del imperio romano en todo el Mediterráneo y hacia el este, en Asia, los grandes reinos persas, indios y chinos, se ocupaban de ir sembrando en sus dominios la firmeza de religiones que perduran al día de hoy. Pero en el medio oriente, un profeta desconocido se encargaría de asentar las bases del amor al prójimo, que su Dios quería insuflar a los seres humanos del entorno romano. Jesucristo esparció su mensaje en las agrestes tierras palestinas seguido por un nutrido grupo de seguidores, más interesados en ver qué ventajas obtendrían, en la creencia de que el reino que Él predicaba era de este mundo. Su mensaje de aquella alborada del cristianismo, todavía hoy, no ha sido entendido plenamente. Por conveniencias de los dirigentes que se apoderaron del mismo, lo convirtieron en un instrumento sangriento de opresión para someter voluntades y sembrar, a sangre y fuego, una doctrina que era todo lo contrario. Esa doctrina de amor no fue entendida por los que siguieron las enseñanzas de Jesús. La historia de Las Cruzadas es de un reguero de sangre y muertos. Era que se procuraba proteger los lugares santos de Jerusalén de los supuestos infieles y estos combatían la agresividad de la Europa cristiana, que usurpaban sus territorios defendiéndose del cristianismo con el uso de la fuerza.
El sacrificio en la cruz, Jesús quiso rehusarlo, pero obedeció los designios de su Padre plasmados en diversas profecías. Tuvo absoluta fe en su Padre, ya que de esa forma aseguraría y señalaría el camino de la redención de la humanidad, siempre y cuando asimilaren que solo por medio del amor al prójimo es posible un entendimiento entre los pueblos. Ahora ocurren por doquier tragedias naturales y humanas, que mezcladas, atemorizan a la humanidad con sus pasiones desbordadas. Estas las mantienen inmersa en una nebulosa procurando buscar el disfrute de los bienes terrenos y darle satisfacción a sus necesidades carnales. Buscan aniquilarse para gozar más de una vida sibarita del placer. Les están dando las espaldas a la razón fundamental de la existencia necesaria para asegurar la convivencia pacífica a nivel mundial. Jesucristo, en el siglo XXI, pudiera aparecer desfasado de la realidad del modernismo que impulsa el desarrollo tecnológico. Ahora, el sector de las comunicaciones experimenta constantemente avances inauditos para beneficio de la humanidad. Pero hay miles de seres que mueren cotidianamente en hambrunas terribles, guerras egoístas o viven sumergidos en miserias e ignorancias humillantes, fruto del egoísmo de los sectores de más poder, económico o político. Hoy, la Iglesia católica conmemora el episodio fundamental de la fe. Fue la última participación de Jesús previa a su captura y posterior crucifixión, sosteniendo un largo parlamento con sus seguidores más íntimos. Allí estableció los fundamentos de lo que sería su reino de amor. Aun cuando se coloca esa prédica en el marco de la Última Cena, es lógico pensar que aquella noche no había tiempo para una reflexión tan profunda, ante las angustias de los inminentes acontecimientos que ocurrirían después de esa cena. Mientras Jesús oraba en el monte de los Olivos, con algunos de sus discípulos, fue aprehendido por una cohorte de guardias judíos enviados por los sumos sacerdotes y llevado hasta Pilatos, gobernador romano, quien no encontró culpa en él. Procuraba liberarlo. El destino anunciado por las inviolables y estrictas profecías lo impidió, y después de azotarlo, se los envió a los sacerdotes judíos, quienes dispusieron de su crucifixión.

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