Este primer Domingo de Cuaresma, la Iglesia recoge uno de los credos más antiguos de Israel: “Mi padre fue un arameo errante, que bajó a Egipto…” (Deuteronomio 26, 4- 10).
Ahora, en la cuaresma, la Iglesia nos recuerda que somos peregrinos y sobre todo, que Dios es el que “está con nosotros en medio de las tribulaciones” (Salmo 90).
En nuestro peregrinar hacia la casa del Padre, somos probados por situaciones en las cuales nos toca escoger entre vivir en la fe del Padre que nos ama, o vivir para afirmarnos como un poder ante Dios y la humanidad.
Lucas lo muestra en el pasaje de las tentaciones, Lucas 4, 1 – 13. Lucas no pretende brindarnos un reporte periodístico de cómo sucedieron las tentaciones de Jesús. Nos ofrece una reflexión en forma de relato para enseñarnos que Jesús enfrentó la tentación, al igual que nosotros. Son tres de las tentaciones más básicas que enfrentamos.
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Cuando sentimos hambre de alimento, o cualquier hambre, tendemos a absolutizar nuestra necesidad, olvidando que la vida es mucho más que pan. Nuestra vida crece al calor de la palabra de los que amamos y sobre todo, escuchando la Palabra de Dios.
Si los hombres y mujeres tuviéramos palabra no habría hambrientos. Convertir las piedras en panes es tarea humana, no de Dios.
Segundo, ambicionamos el poder. El poder que el Maligno le promete a Jesús si se somete, es el mismo poder que tiene encadenado a este mundo.
Benedicto XVI nos lo ha enseñado: solo el amor transforma.
Finalmente, si Jesús se hubiera tirado del alero del templo y sobrevivido, no pasaría de ser otro mago.
El desierto de la cuaresma, camino hacia la Pascua de Jesús, ilumina el desierto de nuestras pruebas. Venceremos confiando en Dios que nunca defrauda (Romanos 10, 8 – 13).
Manuel Maza