Todos hemos pasado o pasaremos por ahí: la muerte de seres queridos. Vivimos la muerte de los que amamos como un fracaso de nuestro amor: no pudimos mantener en vida y junto a nosotros a los que amamos. La muerte parece cortar todos los lazos. Ella levanta un muro y nos castiga con una distancia cruel e implacable entre nosotros y la persona amada. La muerte nos desconcierta, nos derrota y aplasta quitándonos las ganas de vivir
Este domingo quinto de Pascua, la Iglesia nos ayuda a enfrentar la muerte de nuestros seres queridos y la nuestra propia. En el evangelio de Juan 14, 1 – 12, Jesús nos habla a todos los de corazón tembloroso ante la muerte, “que no tiemble su corazón, creen en el Padre, crean también en mí”. Jesús reclama para sí la misma adhesión que le tenemos a Dios. Y pide esa fe, porque sus afirmaciones sobre la muerte sólo se sustentan en la fidelidad de un Dios leal.
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Jesús afirma que quien muere no cae en el vacío, sino en un espacio junto al Padre, “en la casa de mi Padre hay muchas moradas”. Jesús se encarga de los preparativos, “voy a prepararles sitio”. Se viaja junto a él, “los llevaré conmigo”. Todo este proyecto nace del cariño que Jesús nos tiene, la muerte no podrá separarnos, “para que donde esté yo, estén también ustedes”.
Jesús se afirma como “camino, verdad y vida”. Eso quiere decir concretamente, que nuestra muerte en labios de Jesús es un caminar hacia el Padre; que en Jesús se nos revela la verdad sobre el destino humano y, finalmente, comprendemos que la vida verdadera, no es esta existencia agridulce a la que nos aferramos inútilmente, sino la vida que proviene del Padre y que Jesús resucitado ya vive.