Jirones del ayer

Jirones del ayer

FERNANDO INFANTE
Los primeros meses del año 1948 fueron memorables por diversas causas; unas en el marco oficial, como la paridad del peso con el dólar de los Estados Unidos, anunciada por el Banco Monetario Internacional el 25 de abril. También la llegada al país de don Manuel Aznar, intelectual y exquisito diplomático de gran prestigio en la Madre Patria, quien se convirtió en el primer diplomático español acreditado en Santo Domingo con el rango de embajador, al haber sido ascendida de categoría la misión diplomática española en el país.

El señor Aznar fue un gran amigo de los dominicanos y particularmente del doctor Manuel Arturo Peña Batlle; prologó la obra cumbre de este profundo pensador dominicano «La Isla de la Tortuga» y también a él se le atribuye haber participado en el proyecto x y organización de los trabajos que culminaron con el Concordato suscrito entre el Estado dominicano y la Santa Sede en el año 1954.

Otro hecho importante lo fue la inauguración del edificio del Seminario Santo Tomás de Aquino, en cuyo acto el arzobispo Pittini improvisó palabras para agradecer a «su honorable y querido Presidente»; aprovechó para evocar cuando en la azotea de los Salesianos «en ocasión de ser yo consagrado como Arzobispo de Santo Domingo, me dijo el Presidente Trujillo: «Trabajé mucho para y por la reconstrucción del nuestro clero».

A principio de ese año, el pueblo llano tuvo momentos de luto, alegría y expectación. El 11 de enero el equipo nacional de béisbol «Santiago» desapareció al morir sus componentes en un accidente aéreo cuando regresaba desde Barahona hacia Santiago. De todo ese conjunto solo quedó vivo Enrique Lantigua por no haber abordado el avión. Dos meses después de tan doloroso golpe para el deporte y el sentimiento nacional, arribaron al país los miembros de los equipos de béisbol Dodgers de Brooklyn y Reales de Montreal, con sus peloteros estelares Jackie Robinson y Roy Campanella, quienes acapararon la atención tanto en San Cristóbal y en el Estadio de La Normal de la capital, donde llevaron a cabo sus prácticas de entrenamiento.

El contento popular tomó otra vertiente cuando pocos días después de los juegos de esos famosos equipos de liga mayor llegó al país para realizar presentaciones artísticas por la emisora La Voz del Yuna, el gran cantante puertorriqueño Bobby Capó, cuya figura de cantante y compositor sobresalía para aquel momento entre los artistas latinoamericanos. Su afamada voz atraía oleadas de simpatizantes, sobre todo del género femenino hacia la emisora y los cines actuaba el simpático cantante. Para las mujeres era delirante verlo interpretar sus composiciones musicales: «San Miguel, tú que sabes donde está mi amante, llévame al instante que la quiero ver…que la quiero ver»; «Luna lunera, cascabelera, ve dile a mi chinita… «Ojos negros piel canela que me quema el corazón…»

Un rumor asordinado, susurrante, tinó con un matíz de chisme la presencia de la «sensación de Borinquen». Tal vez por la malidicencia popular o tal vez no. Lo cierto fue que comenzó a circular por lo bajo que la esposa de un alto funcionario político llevó sus simpatías por el artista más allá de la admiración por su voz y que el personaje de Estado, conocido por su hombría de bien y templanza había tenido un fuerte intercambio verbal con el artista.

Falso o cierto, la verdad que el picante y extendido comentario dio más sabor a las presentaciones de Capó, sobre quien entonces cayó un gran escándalo de gran publicidad, con un tinte sentimental pero no envuelto, como el anterior, en el deseo de la pasión carnal sino cubierto con el manto inmaculado de la pureza del amor filial.

Una humilde mujer de San Pedro de Macorís causó un gran revuelo al reclamar que el cantante era su hijo a quien su padre se lo había llevado para Puerto Rico en su infancia. La prensa le dedicó sus mejores espacios a tan suculenta novedad y por semanas se mantuvo viva la inaudita noticia.

De nada sirvió que el cantante José Manuel López Balaguer dijera que conocía la madre de Bobby Capó y que «la sensación borinqueña era tan puertorriqueña como Rafael Hernández». Paco Escribano, humorista sin par, aunque hombre de carácter conflictivo, siempre hacía lo indecible para acaparar la atención pública aunque fuera por su frecuentes presencia en los tribunales de justicia. Don Paco contribuyó a darle más sonoridad a la tragicomedia y se integró a la campaña cuando todavía estaba fresca su última comparecencia ante la Corte para acusar a su empleado la «Gallina Rabona» de hurto y a Canelina, la rumbera cubana que había acogido en su casa, por haber estado de parte de «la Gallina». El chispeante humorista levantó el estandarte de la defensa a los reclamos de la pretensa madre de Capó y auspició una recolecta de fondos que permitirían a la buena señora llevar a cabo sus maternales quejas hasta Puerto Rico.

El diario El Caribe que se encontraba en circulación desde hacia pocas semanas cuando todo este aconteció, con muy breves palabras de su jefe de redacción Rafael Herrera describió el colorido caso que había atrapado la atención expectante de la comunidad capitalense entre marzo y mayo de 1948: «Miles de personas desfilaron en la mañana por las oficinas de El Caribe a conocer a la mujer, cuya historia de maternidad herida conectada súbita y extrañamente con un cantante famoso, ha conmovido tumultuosamente el sentimiento popular».

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