FERNANDO INFANTE
En este mes de septiembre Joaquín Balaguer cumple cien años de haber nacido. Apenas han transcurrido cuatro de su muerte y ya ha habido quienes constituidos en jueces tremebundos pretenden sentenciarlo como sujeto de la historia.
Las celebraciones que se han llevado a cabo para conmemorar su nacimiento han encontrado de frente la pasión virulenta de aquellos que en alguna medida sufrieron el rigor del régimen gubernativo balaguerista, surgido en un momento nacional de gran crudeza.
La visión ética-moral de su régimen ha sido el enfoque de aquellos que lo adversaron y todavía mantienen hacia el estadista desaparecido una negación absoluta de todo valor, lo que refleja el más rígido fanatismo. Omiten que en la etapa gubernativa de los doce años, cuando en sus primeros ocho años la violencia de Estado se desbordó, existía como telón de fondo el enfrentamiento ideológico que envolvió a los Estados Unidos y la Unión Soviética con mucha actitud. En el país se había estado manifestando de forma sostenida y agresiva desde el año 1963 una corriente de identificación con esa última potencia, y había alcanzado una nueva jerarquía en el movimiento insurreccional cívico militar que estalló en abril de 1965.
La secuela de aquel conflicto fratricida llevó a Joaquín Balaguer a la presidencia de la República, luego de la segunda intervención norteamericana en el país durante el siglo pasado. Esa acción militar y política interrumpió el proceso de deterioro que había desarticulado la vida social y productiva de la ciudad capital y amenazaba con extenderse por todo el país, en caso de haberse prolongado las hostilidades.
También la intervención militar, por la vía política, buscó el apuntalamiento para que surgiera un gobierno solidario con los intereses norteamericanos, debido a los forcejeos de primacía que mantenía Estados Unidos con su archirrival que ya tenía un fuerte bastión en América como lo era Cuba, cuya revolución todavía en aquel momento despertaba grandes fervores en la juventud continental y era tenida por esta como paradigma del gobierno bien hecho que habían soñado los grandes moralistas de la historia.
En ese marco de realidades geo políticas y sociales es que surge Balaguer como presidente de la República. El gobierno nacional había devenido en una ficción entonces y él tiene que ejercerlo como requerían las circunstancias de un país abatido en lo social, económico y moral; necesitado de un liderazgo firma y confiable.
Las pasiones que habían brotado con violencia retaliadora durante los días del conflicto armado, se encontraban aún al rojo y cobraban saldos luctuosos, que se agravaban por los lineamientos ideológicos de insurrección y violencia que sustentaban agresivas facciones de la izquierda, como fórmula de lograr sus metas.
De la otra parte, la mayoría de los gobiernos de América y sus ejércitos atrapados en aquellos antagonismos, aplicaban sus deberes coercitivos y de mantenimiento del orden nacionales, en ocasiones con saña que iban más allá del cumplimiento de sus responsabilidades institucionales y más cerca de la barbarie y la criminalidad que ha demostrado el hombre en tantas ocasiones similares, como lo muestra la historia de la humanidad; y que América en todo tiempo ha dado pruebas en demasía de esa incivilidad perniciosa, en lo cual nuestro país no ha sido una excepción.
Al régimen de Joaquín Balaguer, en el imaginario de sus más enconados adversarios, se le ha atribuido miles de asesinatos políticos, obviando que muchas de las muertes ocurridas durante los doce años, la época más violenta de los veintidós que gobernó, lo fueron en enfrentamientos claramente de subversión. Tal vez resulte una referencia para tomar en cuenta un documento publicado en el diario El Sol en fecha 4 de octubre de 1980 que contiene una relación de muertes atribuidas a la represión política durante los doce años. Tal lista alcanza 824 nombres, incluyendo personas que, en rigor, no pueden ser señaladas como caídas por motivaciones políticas.
Los crímenes en el período gubernativo de Joaquín Balaguer están ahí y lo estarán por siempre; forman parte de la historia y esta no puede ser estudiada según nuestras simpatías o conveniencias, a lo que somos tan inclinados los dominicanos. También estará la obra de reunificación nacional, de engrandecimiento económico y desarrollista que cumplió el gobernante de acuerdo a las corrientes socio-económicas que imperaban en aquel entonces. Sus ejemplos de avenencia y espíritu conciliador se encuentra en todo el largo de sus ejercicios de gobierno como su entrega a la tarea de gobernar sin desmayos cuando esa responsabilidad es tomada en este país de forma desentendida y placentera.
La historia será la única voz serena que en su momento habrá de juzgar a ese hombre de excepción y sus ejecutorias de Estado.
Mientras tanto, esperemos y no nos avoquemos enjuiciarlo ahora sin considerar las complejidades de todo el contexto histórico en que tuvo que actuar, porque se puede incurrir en un ejercicio superfluo, emotivo y fanático, como estamos viendo por un lado; y por el otro, revestido de exhaltaciones, una acción politiquera oportunista y burda.