Johanna Goede

Johanna Goede

CHIQUI VICIOSO
Algo sucede, cuando momentáneamente abandonamos la lucha contra los molinos de viento del metro y la isla artificial; del Conde y sus escaparates de escondida miseria, la del alma y la de pequeños comerciantes luchando por la sobrevivencia; algo sucede, cuando se atraviesa Santiago y una se adentra en los despojos de las viejas plantaciones tabaqueras de Villa González, y en los hermosos cañaverales que anteceden Puerto Plata. Algo sucede, cuando inmersa en la verde euforia de las montañas una desemboca en un gigantesco basurero que algún oculto enemigo de Puerto Plata ha hecho colocar al borde de su entrada, y en medio de la escena dantesca una señora negra, totalmente vestida de blanco, le gesticula a un grupo de niños y niñas buzos que hurgan entre las humaredas los despojos de nuestra civilización insular.

Algo sucede, cuando por fin arribamos a la Sociedad Cultural Renovación, a poner en circulación el último poemario de Johanna Goede, esta vez un libro de Haikus (poemas con la estructura japonesa de tres versos de cinco, siete y cinco silabas): El Rosa de la Rosa, y nos recibe un pequeño teatrino de dos niveles, con un balcón de hierro forjado, un escenario semicircular con un bellísimo piano, y encima un jarrón de rosas rosadas, pétalos en el piso y al lado docenas de rosas rosadas esparcidas por el suelo.

Entonces, la poesía se enseñorea. Salen de las fotos de familia que adornan las paredes las señoras vestidas con sus trajes largos de encaje color rosado-té, lila y discretos tonos ocres. Con sus sombreros con flores secas y sus guantes. Y salen los caballeros con levita, sombrero en mano, como se debe. Y van ocupando los ya ocupados asientos, con una leve inclinación de cabeza, como se estila.

De nuevo, como siempre sucede en Puerto Plata, la poesía ha atravesado los tiempos, hasta que, de pronto, una demente haitiana irrumpe en el escenario. Se arrodilla, recoge los pétalos, se quita el pañuelo, lo sacude frente a nosotras y el ambiente se paraliza. ¡Que llamen a la policía!, dice alguien, como si la extrema locura de la miseria pudiera resolverse con la violencia, y no, como en la ultima escena de Un Tranvía Llamado Deseo, cortésmente escoltando a la demente fuera del local y dándole dinero para saciar el hambre.

Lilian Russo, directora de Renovación, aprovecha para regresar al tiempo de la poesía y nos anuncia a Bruno Rosario Candelier, con una erudita exposición sobre los orígenes del Haiku, y a mí, con una presentación de la poeta Johanna Goede, esa versión caribeña de la reclusa poeta norteamericana Emily Dickinson, que de vez en cuando, cuando una rosa sube a su casa (en la cima de una montaña) y le toca la puerta, se entusiasma, vuelve y abre su corazón de quinceañera, e ilusionada nos regala la belleza del rosa de la rosa que ha desatado sus musas.

Johanna entonces nos permite asomarnos al mundo que la encierra, al mar, las flores, árboles y palmeras que se cuelan por todas sus ventanas y balcones; los pedazos de azul que se divisan entre los bosques que la rodean, y nos dice: «Con su llegada, las barreras se esfuman, rosa rosada; túnica frágil, arropa la montana, neblina fugaz; vaso de cristal, cuajada transparencia, estanque de luz; jarra de agua, laguna durmiente, asomo del pez; línea de agua, otra orilla del mar, el horizonte; en un caracol, despierto de encuentra, el rumor del mar; en techo de cinc, bailotea la lluvia, agua de mayo; baja corriendo, en agua fragmentada, el aguacero; naciendo el día, el murmullo del viento, es una rosa».

Niña grande, apropiadamente vestida de rosado (Jossie será siempre su mejor cómplice y modista), sandalias rosadas, collares de rosado coral, Johanna Goede da las gracias, se despide, hasta la próxima rosa.

Lentamente, todos regresan a sus retratos, los del tiempo de la poesía que se hizo presente, que siempre se manifiesta y habita en Puerto Plata.

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