JOSE ANTONIO NUÑEZ FERNANDEZ – Los olvidados… los desamparados

JOSE ANTONIO NUÑEZ FERNANDEZ – Los olvidados… los desamparados

La patria es la gran madre común. Ella es la madre de todos. Nuestra patria tuvo hijos que fueron sus justos y buenos servidores. Hijos que fueron sus esforzados forjadores. Pero al pasar el tiempo esos hombres llegaron a viejos pobres y enfermos. Realmente se encontraron olvidados y desamparados. No encontraron punto de apoyo, ni en la patria, el gobierno o institución alguna.

Aquí me veo compelido a evocar a Omar Khayyam para confesar «Más allá de la tierra, más allá del infinito, busqué el cielo y el infierno. Mas una voz grave me dijo: El cielo y el infierno están en ti mismo».

Hay que hablar del pasado, ya que a veces el pasado es nuestra dignidad. No aspiro a ser personalista, no busco el yoísmo, tampoco persigo la egolatría. Pero he conocido personalmente a algunos olvidados, a algunos desamparados.

Y por las páginas de los locuaces libros conocía a muchos forjadores de la patria, que se convirtieron en olvidados y desamparados.

Primeramente voy a referirme a cuatro artistas que con el canto y las canciones, para su patria del árbol de la fama y de la gloria arrancaron ramas bien floridas. Y después los infortunados, los infelices, se vieron desamparados y olvidados. Ellos fueron: Eduardo Brito, un auténtico divo, un asombroso tenor abaritonado o un extraordinario barítono atenorado. Cayó de manera sombría en el horroroso manicomio de Nigua. Allá murió y gracias que aparecieron para sepultarlo, en el plano económico Frank Hatton y en lo servicial y humanístico Gustavo Guerrero Pichardo, Pedro Justiniano Polanco y Mario Ernesto Bobadilla (Chispita) que era su cuñado.

De manera triste y pesarosa acabaron los días de Antonio Mesa «El jilguero de Quisqueya «Mesa convertido en orate murió en un sombrío cuarto de una casucha de la calle Vicente Celestino Duarte. El tercero de estos olvidados fue Susano Polanco, quien después de haber sido un gran intérprete de bellas canciones, consagró su vida para ser maestro del canto. Susano falleció enclaustrado en un asilo para menesterosos. De su entierro se hizo cargo una piadosa dama de Monte Plata, la caritativa señora Lourdes Contreras. Finalmente «El cantor del pueblo» Nicolás Casimiro, que acabó sus días en un humilde hospital. José Nicolás Casimiro y Fulgencio, una noche se marchó a lo ignoto cantando como una oropéndola melancólica.

De los forjadores del tronco hermoso y doloroso del árbol de nuestra libertad, que conocía en las páginas de los libros, menciono primero al Padre-Fundador de la dominicanidad, Juan Pablo Duarte. Durante 32 años vivió en Venezuela. Para su entierro en 1876 Marcos Guzmán le prestó a su hermana Rosa Duarte quinientos pesos.

Otro olvidado de la patria fue Florentino Rojas (Florentino el Sordo). La noche del 27 de febrero mientras Francisco Sánchez enarbolaba nuestra bandera Florentino en su tambor tocaba la diana anunciatriz de la independencia dominicana.

Florentino llegó a viejo pobre y achacoso, a los ochenta años falleció. Enseguida seis amigos de la caridad cristiana, salieron con él para el cementerio de la vecindad. Lo metieron en una tumba ajena y hubo que sacarlo. Fue un desamparo en la vida y se vió con problemas hasta en la muerte misma.

Tuvimos dos bravos que lucharon con tesón por la patria de febrero. Fueron ellos Manuel de Regla Altagracia y León Mieses. Altagracia pregonero de la separación, presente estuvo en el Baluarte la noche del 27 de febrero de 1844, se fue a la guerra y llegó a ser comandante de un batallón. Por su parte, León Mieses fue integrante del Regimiento Ozama de infantería. Los dos pelearon con bravura en los campos del Sur y por coincidencia, los dos murieron viejos, pobres y olvidados un día del mes de noviembre de 1889. Fueron sepultados como verdaderos desamparados.

El año siguiente, el 13 de mayo de 1890, murió el capitán Juan Liberato, un soldado de muchas hazañas. Fue combatiente de mucha prestancia en el llamado «Primer Regimiento de Infantería». Liberato murió pobre y anciano, no mereciendo nada de la patria que él ayudó a forjar a tiros y machetazos. Lo enterró la solemnidad.

Yo tengo un amigo que es mi homónimo, pues lleva él mi mismo nombre. Ese amigo no considera que ha sido un gran servidor de la patria; pero nunca, jamás se ha puesto la patria debajo de las suelas de sus zapatos. ¡Nunca, jamás!. Ahora bien, mi amigo como Georges Clemenceau «El tigre de Francia», solamente quería para el descanso final, un metro cuadrado de tierra y que de pies lo metieran en el agujero camposántico. Vale decir en el hoyo necropolitano.

El homónimo está viejo, se encuentra achacoso y por demás bastante empobrecido.

Y no logró llegar a tener el soñado metro cuadrado de tierra.

Y todo tal vez, porque los que se ponen la patria debajo de las suelas de sus zapatos, se cogieron toda la tierra, que era de los indios que desde el 1492 comenzó a jeringar y a fastidiar don Cristóbal, el descubridor.

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