POR CARLOS FRANCISCO ELÍAS
Se ha dicho que el hombre adulto no debe dejar morir el niño que en él mora y duerme.
José Cesteros se ha preocupado en que el niño no muera y algo más: le ha exigido a ese niño la necesidad urgente de que cultive la memoria, que se la avive, que le traiga los fantasmas inconfesables de un tiempo que no será más, de una ciudad esfumada que vive prendida en sus pinceles.
Sus imágenes y homenajes están marcados por un círculo obsesivo donde algún símbolo de la vieja ciudad de Santo Domingo le asalta y subyuga.
Para entender quizás el proceso creativo de José Cesteros, se debe suponer que vive en un diálogo interior permamente poblado de personajes y memorias, fantasías de viajes y situaciones, a veces en tono melancólico, que el lienzo recibe con una visualidad cargada de emociones irrefrenables.
Cuando ofrece el retrato virtual del Doctor Anamú, personaje y época hablan solo, recrean un tiempo querido del pintor con la carga informalista que marca su estilo y factura.
(Lo onírico vaga en la dulce resaca de quien no puede asumir el presente tal como la realidad dolorosa se lo sirve; el onirismo es un pretexto esencial para convocar recuerdos, para provocar razones y presencias esfumadas en el tiempo, adagio de melancolía que no tiene interlocutores, ya no es posible, solo la pintura convertida en espacio físico de lo onírico, hace los exorcismos necesarios que permiten aquel suspiro de lo vivido y lo recordado).
Quizás no se trata de descubrir ahora, qué razones motivan estas visiones constantes de José Cestero, sus obsesiones con Van Gogh o sus encuentros de tercer tipo con Diego Velázquez, de lo que se trata es de entender la imaginería que provoca en el artista la autoconfesión irremediable de su propia soledad en cada una de sus figuraciones, la confrontación entre un nuevo sistema de valores y los propios del pintor.
La imaginería o la búsqueda de un recodo de la memoria certifica que el pintor vive en un estadio de fantasmas, donde la palabra inquieta del artista no es suficiente para calmar la recurrencia de aquel escenario invisible, a veces bufo, de una ciudad languideciente que se ha vaciado de personajes callejeros, que alguna vez tuvieron entre la población cuerda (que es mucho decir), la digna jerarquía de una locura respetada porque en su ejercicio cotidiano, destilaba una clara inteligencia de seres idos de mentes, pero no de lógica…
José Cestero, se sabe testigo de un tiempo que no le es posible abandonar y en el juego entre ficción y lienzo, ataque de infancia atesorada y búsqueda personal, mezcla sus propios fantasmas, los más queridos, con paredes color amarillo en un espacio de caminantes inesperados, inesperadas.
En Homenajes y Paisajes, exposición montada en la casa de Francia, José Cesteros sigue cerrado en el mismo universo que le conocemos, gracia, guiño de ojo con el humor a veces, pero especialmente: no renuncia a sus retratos purpura, a su manejo del color agradable a las retinas, a su diálogo emotivo ante un mundo esfumado, sin retorno.
Cesteros sigue circundado por aquella vieja ciudad, donde posiblemente su alegría y sus referentes le siguen siendo gratos en la clave retrospectiva de su pasado irrenunciable.
(La clave de ronda de los personajes de Cestero, tienen la sombra no solo de su simpatía, acuden a él como una necesidad de compañía absoluta, gravitan por largos turnos, para quedarse en su cosmogonía reclamando el lugar que el propio Cestero les tiene guardado, por eso los convoca)
Se ha dicho que algunos adultos saben guardar al niño que llevan dentro, José Cestero más que guardarlo, vive el dulce conflicto de no siempre obedecerle, porque el designio esencial de su obra pictórica está bajo esta aura, que no siempre consuela, más bien desgarra: porque es una trampa del tiempo al lienzo aferrada.