José Enrique Delmonte Soñé o la poesía del espacio

José Enrique Delmonte Soñé o la poesía del espacio

Con Delmonte Soñé asistimos al surgimiento de un poeta que nace del espacio y sus proporciones, de las medidas y líneas de los cuerpos, a sus formas de representación. Desde la palabra poética, mira y mide los espacios de las cosas, pero las mismas le causan angustias, incertidumbres y dudas: soledad y tedio. En ese sentido, su poesía apunta a la configuración de una poesía moral, que se inserta en una tradición no pagana sino mística. Por su factura compositiva, se nos revela poesía meditativa y reflexiva, de aliento óntico y resonancias metafísicas. Es decir, funda un mundo poético que se mira hacia adentro, pero que se nutre y alimenta de la exterioridad, del espacio de lo representado. En tal virtud, entabla un diálogo de las ideas y con la cotidianidad. O, más bien, entre el ser y el otro, el mundo interior y el cosmos. De suerte que su obra poética se vuelve un desafío de la palabra con el espacio, antes que con el tiempo. Asimismo, deviene epítome de miradas y visiones, descripciones sombrías y elucubraciones filosóficas del tiempo y la memoria.
Este arquitecto, poeta y ensayista ha articulado un tejido poético de instantes, como la voz de un orfebre, que va cincelando la palabra, a pulso de trazos y metáforas, con las que nos sacude la conciencia y perturba los sentidos. Sus estructuras poéticas no cantan, sino que afirman una representación lírica del espacio, de un espacio poblado de sombras y luces, dudas y afirmaciones, perplejidades y visiones. Su obra se alimenta de la naturaleza y la contemplación, o, más bien, del espacio y del tiempo de la naturaleza, donde el hombre entra en comunión con el mundo, los cuerpos con la tierra y los seres con el universo.
Su poesía es, en efecto, un diálogo con la otredad; también un soliloquio con la vacuidad y el espacio.Una escritura poética que desvela la sustancia de las cosas, como un alquímico medieval o químico de laboratorio, que revela sus cualidades; es decir, la condición sustantiva de los cuerpos y los objetos, con sus formas y composición, en el espacio de la contemplación gravitacional y el tiempo de la escritura. Su poesía no canta –a la manera romántica–, sino que enuncia lo absurdo y el vacío del espacio de la temporalidad del ser, en el marco de una técnica de composición poética, articulada por la economía verbal y el pensamiento. En efecto, su poesía se sitúa en la tradición de los poetas del pensamiento, de aquellos poetas cerebrales, de la “poesía pura”, como Jorge Guillén, Octavio Paz, Paul Valery, Fernando Pessoa, Sánchez Robayna o Juan Ramón Jiménez.
El breve y premiado poemario La redondez de lo posible consta de 10 poemas. El final se titula Ranuras en el aire, de gran intensidad cósmica y de largo aliento. El titulado “El universo muere dos veces” –dedicado al inmenso poeta americano de la naturaleza, Robert Frost–, tiene resonancias telúricas, que apuntan a la sabiduría de las cosas, del reino animal y vegetal, esa poesía americana que tiene una proverbial deuda con la poesía primitiva norteamericana, de la que se nutrieron Robert Frost, Walt Whitman y William Carlos Williams. El poeta de Delmonte Soñé, en un sabio poema, dice así:
La tierra en las alas de un mirlo
muere y muere el universo dos veces
las olas disminuidas en algas
huele agria
la montaña de este otoño

Dos mirlos
son la constelación posible
apretujados redondos
embadurnados de silbidos
son capaces de sostener
la sombra del eclipse
que provocan

La tierra o el universo
tal vez océanos de rayos
en el límite de la agonía
donde rumian las medusas
la memoria de sus mirlos
en este otoño rojo de retorno.

A la manera del científico y filósofo francés Gaston Bachelard, en Delmonte Soñé hay una “poética del espacio”: una poética del vacío y la espacialidad. Una obra cincelada a pulso arquitectural, en la que cada palabra y cada verso son calculados, y donde resuenan los ecos esenciales de la naturaleza y la temporalidad del hombre. Poesía y espacio, poesía y tiempo, arquitectura y palabra se hermanan y dialogan, machihembran y yuxtaponen, en una conjunción de signos y símbolos, entre la letra y la forma.
Con su primer poemario, Once palabras que mueven tu mundo, bajo el sello editorial Sial Pigmalión, nuestro poeta obtuvo el Premio Iberoamericano de Poesía, en el marco de la Feria del Libro de Madrid, en 2014. En tanto que, con La redondez de lo posible, se alzó con el XV Premio Internacional de Poesía León Felipe, en Tábara, Zamora, ciudad natal del afamado poeta español, y cuyo premio incluyó la edición del libro por la editorial Celya y una escultura de Pegasus del prestigioso escultor Fernando de la Cruz.
Con estas dos obras poéticas, amén de Alquimia de la ciudad perdida, este poeta y urbanista, teórico e historiador de la arquitectura dominicana, se nos revela con pies firmes no solo en su devenir poético, sino en su destino como agudo y profundo crítico de poesía. De olfato poético y mirada de los signos de la vida cotidiana, José Enrique Delmonte acusa los presupuestos, las herramientas teóricas y la sensibilidad artística que lo enmarcan en un contexto de augurios, que trasciende la instancia de “promesa” para transformarse en un poeta de horizontes promisorios para la poesía dominicana.
Desde hace un tiempo he venido tomándole el pulso a su obra poética, a su decir, a su discurso, al universo de su magia lírica, y me deslumbra secretamente, por la sabiduría de sus versos, la profundidad de sus imágenes y el dominio de su fraseología poética. Celebro su vocación devocional por la poesía y su pasión ética por la palabra, al teorizar sobre la poesía y el fenómeno poético, en un proceso de autoconciencia y autocrítica del oficio literario. Con discreción ha venido cincelando –o esculpiendo- su obra lírica, de una sorprendente madurez expresiva. Sin desbordamiento ni ensimismamiento, sus poemas poseen el ascetismo de los místicos y la arquitectura de pequeñas catedrales, cuyas columnas son palabras que se emparentan a monumentos de versos.
Con diálogo imaginario con Gertrudis Stein o Aida Cartagena, el sujeto poético que invoca canta y relata, entre el alba y la sombra, el otoño de las cosas. Aunque es un canto al espacio, no se sustrae a la imagen del tiempo, lleno de huecos, vacíos, distancias, aire y silencio.

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