José Fausto Chao en mi vida, y en la de muchos otros

José Fausto Chao en mi vida, y en la de muchos otros

Jose Fausto Chao.

Existen escritos que uno los habla consigo por largos años antes que te sientes finalmente a escribirlos. Este uno de esos escritos, y confieso pudo haber sido hecho por trescientas o quizás quinientas y tantas personas más. Tengo la sensación que al momento de redactar estas líneas, mis dos manos escriben en nombre y con el pulso de centenares de antiguos estudiantes del Colegio Loyola de Santo Domingo, a los cuales un tal José Fausto Chao les marcó la vida, para el mayor regocijo de quienes hemos tenido el privilegio de ser sus discípulos, dentro y fuera de la cancha de futbol en la que nos enseñó.

Recuerdo ese día de 1985, cuando cursando el quinto curso de la primaria, vi que alguien llamaba a la puerta del aula en la que me encontraba, y a los pocos segundos se posicionaba al frente del salón de clase una figura alta y robusta que llevaba una pequeña toalla colgada al cuello, un pitoazul en su pecho, y en la mano un clipboard con papeles y marcadores. Venía vestido con unos tenis, un pantalón azul con rayas blancas en los extremos, y un jersey deportivo con pequeños agujeros que dejaban ver el sudor de un hombre que no descansaba.

Era Chao, aquel mítico entrenador de futbol que veíamos de lejos, a veces en los recreos caminando rápido con su mirada puesta siempre en algún objetivo que le impedía distraerse con facilidad de su entorno. Chao era ese al que los más “grandes” del Colegio veneraban con devoción. Por todo ese prestigio, su imprevisible y repentina presencia aquel día en mi aula me causó gran emoción. Para el niño que era de apenas 10 años, aquello impresionaba.

Con sus densos espejuelos, Chao alzó la voz con su acento cubano, y en un par de minutos nos llenó la vida de sueños al decirnos que los entrenamientos para integrar el célebre equipo Loyola de Futbol de Salón, empezarían en dos semanas y estaban abiertos a todos.No podía creerlo y osé preguntarle–con alguna dificultad para trascender mi timidez, si yo podía también asistir a las prácticas.

“Todo el mundo puede venir”, fue su reacción, y fugaz, con gesto siempre decente, se despidió. Estoy seguro que todo el mundo que ha hecho parte del mundo de Chao recuerda el día que lo conoció, y confiado estoy que lo hace con la misma sonrisa que lo he recordado desde entonces.

José Fausto Chao nació en Cuba el 14 de septiembre de 1958, y junto a su familia, emigró a principios de los años 1960 hacia Estados Unidos, viajando luego a República Dominicana, donde Chao acudió a la pre-primaria, y luego a Brasil, donde realizó la primaria. El motivo de tanto viaje era que su padre trabaja para la Organización de Estados Americanos (O.E.A.). Regresó a República Dominicana en 1973, donde hizo los últimos 4 años de la educación secundaria en el Colegio Loyola de Santo Domingo, donde se graduó de bachiller en 1977. Comenzó a estudiar Ingeniería Civil en la UNPHU, cuando comenzó a asistir en las labores de entrenador a José Gómez (Pichón). Allí forjó su vocación de coach de fútbol, con la cual le ha servido a la humanidad de una manera insigne. En el año 1980 inició como entrenador, y en 1982 organizó la primera Copa Loyola de Futbol de Salón.

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De las primeras características que tengo de Chao como educador deportivo, es que no excluía a nadie. Bastaba la constancia en el esfuerzo, para mantenerse en los entrenamientos, y quedar en los equipos. Estábamos organizados por edad y grado escolar. La mía era la categoría F, la menor, luego venía la D, la C, la B y la A que era la de último año.

El objetivo para nosotros eraprepararnos para la Copa Loyola de Futbol de Salón, aquel célebre evento inter-colegial en Santo Domingo, en el que nos enfrentábamos a equipos de otros colegios, siendo los más fuertes el Carol Morgan, el Politécnico Loyola, La Paz, y luego el Calasanz, Babeque, el American School, el Saint George, entre otros.

Pero la realidad era, como en todo proceso educativo, que lo mejor era el compartir que se lograba entre todos nosotros, esa convivencia que Chao nos enseñó, en la que primaba la disciplina y seriedadante el compromiso, la alegría del vivir en comunidad, y el respeto por el otro. Sus entrenamientos y estar a su lado eran un maestro de lecciones que se incorporaban en silencio a nuestras personas a través de los detalles técnicos, éticos e intelectuales que nos inculcaba en los entrenamientos, el honor que significaba darlo todo, y el valor fundamentaldel trabajo en equipo. Chao es rigor y humanidad grande hasta cuando ríe.

Él siempre ha tenido una cara muy seria cuando dialoga, pero si el interlocutor ha ganado su confianza, el rigor de su expresión serena pasa en segundos a una de las más sublimes e maravillosas explosiones de risa que he podido apreciar en un ser humano en lo que llevo de vida.

Tengo en mi memoria ese día en el que mi padre me dio 35 pesos de la época, para pagar el uniforme del equipo de futbol, cuando ya estábamos listos para la Copa Loyola. Un día Chao llegó con un funda de plástico enorme, con los uniformes dentro, y de su mano recibí mi primera camisa de futbol, con el número 8 en la espalda. No tengo palabras para describir el estremecimientoque trato de contener al rememorar el momento. Cada juego era un rito asumido con una alegría que desbordaba nuestro sistema nervioso. Todavía siendo el dolor de barriga que me producía la víspera de aquellos juego, no por miedo, reitero, sino de alegría.Me vienen imágenes de cuando ingeríamos (antes, durante y después de los juegos) agua en aquellos bebederos resguardados con una estructura metálica que el salitre oxidaba. De allí, nos íbamos a un lugar que Chao utilizaba como camerinos al aire libre, donde conversaba con el equipo, daba las instrucciones previas al juego, hacía una pequeña oración y luego la arenga al grito de: uno, dos y tres, Loyola.

Nada para mí era tan poderoso como jugar, pero, más que para el Loyola, era jugar para Chao, no quedarle mal nunca, ese era el imperativo moral que pesaba más en mi persona. En un año, en uno de los entrenamientos, defendiendo la portería de mi equipo como centro, me barrí en el piso ante un adversario y choqué muy fuerte contra una pared, cuarteándose mis dientes. Chao caminó con su paso redoblado hacia donde me encontraba tocado. Me examinó, y allí mismo arengó a la tropa, diciendo: “el juego es el entrenamiento, la vida es eso, darlo todo en cada momento”, y luego, me reconoció la entrega de mi acción. Esas palabras que me ofreció fueron para mi la más preciada medalla al mérito que pude obtener durante mi estancia en el Loyola.

De gran fe religiosa, Chao nos orientó también en el Centro Excursionista Loyola, CEL,donde compartimos tantos momentos inextinguibles. Chao ha sido siempre muy respetuoso de mis creencias, que en un contexto como el Loyola, eran muy minoritarias. Y de él siempre recibí la protección privilegiada ante cualquier error en mi perjuicio en el que pudiera incurrir algún otro de mis compañeros.Chao es el símbolo de la austeridad, del ascetismo casi sacerdotal por una causa: la de la amistad y la educación a través del deporte. Para bien de todos, supo siempre depurar las condiciones materiales privilegiadas del contexto social típico del Loyola de entonces, de la igualdad necesaria con el que dignamente nos ha tratado a todos, y del interés y cuidado que tenía por las vicisitudes de cualquiera. ¿Qué más pedirle a un mentor?

En una ocasión,durante un juego de Copa Loyola, recuperaba yo el balón en la zona defensiva de mi equipo, cuando logré avanzar luego de esquivar a un primer adversario. Tenía despejada el campo de tiro para patear la pelota, era media-cancha, y quien haya jugado futbol sabe que en los primeros tiempos como jugador, uno busca preferiblemente acercarse lo más posible de la portería, subestimando las capacidades el disparo de media o larga distancia. Chao observaba como avanzaba, pero al ver que no pateaba y continuaba la marcha, dio un grito que Santo Domingo entero pudo haberlo escuchado: ¡¡ PATEA !! Al segundo disparé el balón, lamentablemente,muy por encima de la portería. Cuando fuimos al medio tiempo, Chao nos habló de la importancia de patear desde cualquier ángulo o distancia, sobretodo en una cancha tan pequeña como en futbol sala. Hoy, al momento de ir concluyendo este artículo, Chao esta librando un juego muy importante, en una chancha chica como lo es la vida. Pero hoy, somos sus jugadores los que haciendo un solo equipo, estamos de pie, en el banco sur de la cancha (el que daba al mar Caribe), arengando a nuestro sempiterno entrenador, gritándole con orgullo y admiración: ¡¡ Patea, Chao, Patea!!

A la vida, mi gratitud eterna por Chao, su presencia en mi vida, en nuestras vidas solo me hace recordar aquella frase martana de hombres y mujeres justos y servidores:“Hombre es algo más que ser torpemente vivo: es entender una misión, ennoblecerla y cumplirla”. Larga vida, José Fausto Chao, gran distribuidor de felicidad en la tierra.

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