José J. Núñez – 14 años de ausencia

José J. Núñez – 14 años de ausencia

El tiempo había pasado más rápido que en otras ocasiones, o quizá los acontecimientos de este devorador mundo me impedían darme cuenta de la lejanía que se hacía abismal entre mi país y yo. Habían pasado 14 largos años sin yo visitar mi tierra. Yo no me lo podía explicar.

De nuevo yo estaba aquí. Mientras el avión descendía pude notar por la ventanilla, las tenues luces que a lo lejos centelleaban, serían las luces de Villa Duarte o quizás del ensanche Las Américas. El Aeropuerto lo noté más amplio y moderno inclusive la rampa era muy espaciosa donde descansaban alrededor de una decena de grandes aviones comerciales.

Quise salir de allí lo más rápido posible, para ver mi país, mi ciudad, mi realidad. ¡Qué maravilla! al aspirar la tibia brisa de la madrugada, noté ese olor a salitre, a aire limpio y provocador que tantos sentimientos despierta en todo humano herido por la nostalgia.

– Oscar, párate allí para comprarle una fría a José, dijo mi sobrina, despertándome de mi letargo y trayéndome a la realidad.

Atravesamos la ciudad de este a oeste. ¡Qué cambiado estaba todo! Túneles, elevados, amplias avenidas, nuevos centros comerciales, edificios altos etc. etc. Esto no fue lo que yo dejé. Cuando me fui, habían tres puentes sobre el río Ozama y ahora habían cinco, y uno de ellos, en vez de elevarse para dar paso a las grandes embarcaciones, se movía a un lado como la aguja de un reloj. -¡pa’que sepa!

No bien amaneció, me fui a ver y a saludar las estrechas y queridas calles de la zona colonial y de ciudad nueva donde me crié. Caminé de arriba abajo la Isabel la Católica, Meriño. Aun la Casa Valera vende dulces y a media cuadra la vieja imprenta, como si fuera ayer. Cuántos recuerdos me trajo el Alcázar, el reloj de arena y desde allí pude ver la majestad del puerto, el puente de las bicicletas y a lo lejos, la pobreza de los barrios pobres, que como una maldición condena a sus moradores a vivir perennemente en la pobreza.

Luego me dirigí a la calle Padre Billini esquina Duarte a visitar la Biblioteca Hostos donde de adolescente me refugiaba a diario a leer y a escribir poemas de amor y de guerra. Al llegar encontré la fachada igual que antes, vieja y familiar y como siempre, con sus amplias puertas abiertas de par en par, entré presuroso y confiado como quien entrara a la casa de un amigo y cuál fue mi sorpresa al ver las paredes sin estantes ni libros, y las grandes mesas de caoba donde nos sentábamos a leer día tras día.

– ¿Qué pasó con la biblioteca que había aquí?, pregunté sin apenas saludar, me sentía turbado.

– Hace muchos años que la quitaron y ahora tenemos esta escuela de pintura, ahora las paredes estaban ocupadas por cuadros.

El patio -pensé- quizás está igual, y el banco donde yo siempre me sentaba, en el acogedor rinconcito. Salí por la puerta lateral y me vi de repente en una especie de plaza, la pared colonial la habían derribado, los bancos ya no estaban y de los viejos árboles, aquellos que fueron testigos y cómplices de conspiraciones políticas y de confesiones de amor, faltaban algunos.

Luego caminé sin rumbo por la calle Hostos, Arzobispo Portes y de allí me fui a la legendaria calle El Conde.

Busqué en todos los rostros alguna cara conocida y solo vi allí, en un café, a Tony en su silla de ruedas tomando cerveza con unos amigos.

Del cementerio eliminaron la alta pared que protegía a las tumbas de las miradas indiscretas de los transeúntes. Cuando yo era niño, allí jugaba por las noches con mis amiguitos a la guerra, después de abril del 65.

El Palacio de Justicia, la escuela Paraguay, el parque Eugenio María de Hostos; ese fue el barrio donde me críe, y sólo encontré uno que otro rostro conocido, el barbero de antes y de siempre, estaba ahí en el mismo lugar, como lo hacía hace 4 años. Víctor, pélame como antes, le dije.

Y allá arriba, el balcón donde por las noches me sentaba a pensar y a tratar de entender el mundo, luego de pasar el día desandando, Borojol, el Timbeque con sus tambores de pitrinche, Gualey y el callejón Mateo.

El malecón no era el de antes a pesar de los muchos negocios y hasta rascacielos, lo veía más oscuro y arrabalizado donde el tigueraje campeaba por su fueros.

Los días pasaron rápidamente y luego de despedirme de tantas personas amables y queridas de nuevo me encontré en la ventanilla del avión pensando en lo triste que es sentirse como un extraño en la tierra que uno ama tanto.

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