José León, el amor y temor de Dios

José León, el amor y temor de Dios

Rafael Acevedo

José disfruta de un merecido retiro en un lugar donde la cercanía de Dios se palpa en el ambiente.
Lo conocí en un incidente que me llevó a renunciar de mis comentarios diarios en Color Visión, varias décadas atrás. Respondiendo a la pregunta de un colega, expresé mi parecer respecto a un socio extranjero de la compañía que José dirigía. La dirección del canal me pidió que públicamente me desdijera, por tratarse de un anunciante importante. Me negué, porque había dicho lo que era mi convicción personal. Presenté mi renuncia. Personalmente convencido también de que se trataba de una empresa y una familia con una historia de trabajo honrado y grandes aportes al país, les escribí una carta expresándoles mi aprecio, lamentando haber lastimado su interés comercial.
Este hombre, de cualidades excepcionales, fino y amable trato personal, me ganó admiración y respecto. También afecto.
Una vez conversamos brevemente sobre el temor de Dios. Fui yo quien lo mencionó y él me respondió: “Temor no; a Dios se le debe tener amor”. Luego supe que tenía en mente verso 18, del capítulo 4 del Primero de Juan, que dice “…el perfecto amor echa fuera el temor”.
Con los años he llegado a pensar que él, siendo un buen hombre de Dios, no ha sentido temor sino amor. Contrariamente, yo no he sido tan buena gente, siento temor de Dios casi de manera permanente, especialmente cuando pienso en lo mucho que siempre me ha dado y lo poco que le sirvo.
Por fortuna y “diosidencia”, también existen personas como José, a quienes Dios les ha provisto de gran paz espiritual para descansar confiados en un hogar humilde o en un remanso de la naturaleza.
El temor de Dios es, fundamentalmente, una actitud santa, que no es idéntica con el miedo a Dios ni con espíritus de temor, cosas distintas a Dios. Los israelitas sabían que quienes estaban impuros en presencia de Dios, corrían riesgo de morir. Tenían terror de siquiera escuchar su voz cuando este le hablaba a Moisés; aun habiendo Dios revelado el deseo de que su pueblo lo escuchara. Ellos dijeron a Moisés: “Habla tú con nosotros, y nosotros oiremos; pero no hable Dios con nosotros, para que no muramos (Éxodo 22).
Jesucristo, al partir, nos dejó al Consolador, un Espíritu que, si no queremos, ni siquiera se nos acerca. Que desea ayudarnos, revelarnos peligros y superar situaciones; solo tenemos que estar en actitud de “sintonizarlo”; aunque, me consta, excepcionalmente, aún no estando uno en justicia, irrumpe y se nos revela, por misericordia, para que redirijamos nuestras vidas. Lo cual no es nada extraño para cualquiera que sea un padre responsable, o haya tenido uno así.
Nuestro Consolador, el Espíritu Santo, se nos acerca con ternura y delicadeza para que ni siquiera sepamos que nos está ayudando a cada instante. Pero, a diferencia de los hebreos, muchos no queremos que nos pida que cambiemos nuestro estilo de vida, y que le sirvamos a Dios y a tantos que lo necesitan.

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