José Mármol y el rigor del  lenguaje poético

José Mármol y el rigor del  lenguaje poético

POR PLINIO CHAHÍN
Toda obra que se funda en el rigor del lenguaje supone una ética de la escritura. Lo que podría ser resumido más o menos de este modo: escribir, aún en los momentos de rapto, es menos la consecuencia de un don que la continua crítica y hasta la negación de ese don. En realidad, el acto de escribir nace de una opción.

Dejemos de lado las preguntas que apenas tienen respuestas o no tienen ninguna: ¿Por qué en vez de escribir, no vivimos?, ¿por qué no estar en el mundo en vez de reducirlo a palabras? Las que conciernen de verdad a un escritor son otras: ¿cómo escribir lo vivido y lo que es el mundo? La pregunta se hace más problemática en los que se proponen escribir la vida a través de sus formas espirituales y simbólicas.

José Mármol es uno de estos escritores. En su libro Deus ex Machina del año 1994, (con el que recibiera varios galardones nacionales e internacionales, y que fuera publicado con el título Deus ex Machina y otros poemas en la colección Visor, Madrid, 2001), el poeta potencializa al máximo su imaginario poético. Ya en su primer libro, El ojo del arúspice, publicado en el año 1984, José Mármol nos da la clave del mundo en que se originaría el desarrollo de su     pensamiento poético. La matemática verbal, que es también proporción sintáctica, la sobriedad, el don de hacer de lo imaginario una relación justa y hasta una “investigación” del universo no son los únicos hallazgos de este poeta. La verdad, y pertenece a la última etapa de Mármol, en su ya dilatada obra, Deus ex Machina podría ocupar un lugar preponderante. Nos estamos refiriendo a una de las técnicas más características de este libro: el “monólogo dramático”.

Figurar un personaje y darle una voz, hacer que él mismo narre su historia ya sea como protagonista o como testigo: desde Browning, pasando por Pound y Eliot, hasta el más reciente Borges, ya sabemos que en ello reside lo esencial de este recurso. Sin duda, un desdoblamiento (en todo hombre hay un espectador y un autor”, se dice en Aurelia); se trata al mismo tiempo de una fabulación. Creo que José Mármol quizás es uno de los primeros en introducir este recurso, de manera sistemática, en la poesía dominicana. Es lo que hace que estos poemas en prosa, a veces tan fijos en su composición, tan “congelados”, se vean animados por el imprescindible desarrollo de lo imaginario.

El lenguaje en José Mármol, no sólo su rigor o su precisión es lo que cuenta; lo que quizá más cuenta es el hecho de mostrarse como lenguaje. Con él, y no es poco el hallazgo, la lengua recobra sus poderes: sin caer en la transgresión, renovar continuamente la piel del lenguaje para así articular una nueva experiencia del mundo. La riqueza verbal de este poeta es ciertamente un universo sórdido. Pero esa riqueza no reside en la abundancia léxica, en la voracidad sustitutiva, o no reside sólo en ellas. La preside un ideal de equilibrio: la intensidad que se vuelve proporción; fórmulas concisas, aun incisivas; el ascetismo pero nunca la desmesura, mucho menos el abuso retórico.

La retórica, en José Mármol, es madurez y contraste: “La palabra hace fiestas y orna premoniciones. Escribo, serenamente, como quien abdica a un don apetecido, y a pesar de goce hondo se lastima, prosigue un hábito insufrible hasta emerger la sangre (satisfecha). Mi escritura camina hacia el cuerpo que no soy, y sin embargo sufro culpable de sus huellas… La palabra reencarna como el amor más terco. La palabra trashuma entre infiernos y rebaños”, escribió en la página 53. Parece curioso que este ideal surja en seres escépticos y muy marcados por el sentido o la obsesión de la muerte. Sólo que en él encarna esa pasión de absoluto, ese intento por abolir el tiempo que justamente trabaja a los escépticos. Es cierto que los poemas de José Mármol buscan con frecuencia el hallazgo verbal, el asombro: “La sangre huele a fiestas y ademanes sensuales” (p.19), “Estoy, pero tu cuerpo es mi presencia furtiva” (p. 25), “El mar se domestica cuando enciende la tarde y en su respiración la quietud sospecha monstruos”(p.81). Pero si para él es asombrar, no se trata de exhibir una originalidad sino de rescatar lo original: evocar a través del lenguaje la intensidad y la magia con que vivimos (y diariamente gastamos) nuestra primera relación con el mundo. Insisto lo original, no la originalidad.

Por ello las imágenes en estos textos nunca se extravían en la extravagancia; su misterio no excluye la exactitud de la formulación verbal. El que tienda a la sensorialidad más que a la abstracción les confiere un carácter no menos intenso: hacer del mundo un signo mental que nos devuelva un ritmo. Son imágenes que buscan no tanto describir o realzar la “physis” del objeto como modularla en un espacio a la vez real y virtual. En un poema de la página 25, Mármol habla de la epifanía del deseo. Sin recurrir a juegos verbales o malabarismos expresivos, logra crear igualmente la maravilla y la desarticulación de un sentimiento cósmico. Sin recurrir tampoco a la interrogación del arte y la naturaleza: “La palabra me piensa, me abraza, me consume. Hace fiestas, exorcismo de formas, colores y sonidos… La palabra es el tiempo, es el hombre, el culto a lo vencido, lo táctil, lo insondable. La palabra es mi antorcha, mi destino, mi pecado” (p. 54).

Es obvio que esta obra se nutre de un conocimiento erudito. Sólo que no es el simple resultado de él. José Mármol sabe desdibujar y concentrar, sincretizar: por ello su lenguaje tiene la ambivalencia de lo inédito. No hace arqueología poética ni se deleita en elaboraciones preciosistas. Sería un error creer que sus poemas son “estampas o cuadros estéticos descriptivos”. José Mármol ni siquiera crea: traspone. El poema no es sino para él un campo de “indagación ontológica“. El santo, dios, el poeta, el amor, el deseo, la soledad, la mujer y el antihéroe son sus grandes paradigmas, como en Baudelaire.

Metamorfosis de la historia y de los textos; hay otra no menos importante en José Mármol: metaformosis del Yo. En sus poemas, con insistencia que desborda cualquier requerimiento gramatical, parece un yo enunciativo muy marcado. Nada tiene que ver con un supuesto egotismo; son hablantes autónomos, con su propio carácter, creados y propuestos por el autor. Son, como hoy se dice, máscaras o personas poéticas. ¿No había señalado ya Nietzsche que la “subjetividad” del poeta lírico, dentro de la estética moderna, era “ficción”? José Mármol, en efecto, no mitologiza su yo personal, idealizándolo, potenciándolo, sino que se desdobla en innumerables yo. Alteridad y aun antagonismo del yo, no su sacralización biográfica. José Mármol no traza un itinerario psicológico sino simbólico; sencillamente visiona vidas imaginarias. En otras palabras, ejerce ese don que, según Baudelaire, tiene el poeta de entrar, a su antojo, en el personaje de cada cual y representar su destino.

Estos textos encarnan, no simplemente ilustran, un debate ontológico. Es quizá lo que Mármol quiere sugerir con el título de Deus ex Machina. La visión que Mármol despliega no es expansiva ni horizontal (puramente histórica); es una visión en profundidad: confrontación directa, sin mediación, con lo esencial, con lo que de alguna manera ha sido inesencial en la historia, sobre todo en nuestra historia contemporánea. Esa visión explora lo más cotidiano del hombre: las cosas que lo rodean y su propia existencia, es decir, las simples experiencias de la vida. Pero lo cotidiano, sin dejar de serlo, es igualmente original, primordial.

En una obra tan atormentada como la de José Mármol, la utopía de la inocencia y de la reconciliación no es nada raro, y hasta puede ser previsible: funciona como el pasaje de la realidad al deseo, como la proporción entre el medio y el fin, como ese punto (¿alquímico?) en que todos los contrarios se fusionan y resuelven en una unidad mayor.

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