José Mármol
Un apasionado de la literatura

<STRONG>José Mármol</STRONG><BR>Un apasionado de la literatura

 POR PLINIO CHAHÍN
Nunca como ahora, la literatura dominicana  había logrado colocarse en un lugar tan significativo y trascendente. Las más recientes publicaciones de las ediciones españolas  de las obras de Juan Bosch, Marcio Veloz Maggiolo, Pedro Antonio Valdez, Alexis Gómez Rosas, José Mármol, entre   otros,  así  lo indican.

Este hecho puede admitir las más variadas formulaciones y los más diversos matices y grados de interpretaciones.  De lo que no cabe duda  es del impulso   de la literatura dominicana en el mercado del libro internacional.

El arte y la literatura, hoy igual que en el pasado, suelen figurarse a sí mismos fuera y por encima del mundo de todos los días, en algún remoto ámbito de la imaginación, un equivalente intelectual de una pastoral o del reino de las hadas, pero no en la plaza del mercado o en la corte de un tribunal codeándose con la vanidad, la codicia, el sexo, el dinero y el poder. El arte siempre ha existido y se ha definido, al menos en parte como un espacio absoluto y devorador de  los rancios hábitos  de la percepción.

Nunca ha estado nuestra imaginación más activa en asuntos artísticos, culturales y literarios. Estos hechos  se expresan, contundentemente, en el libro “Cansancio del Trópico” de José Mármol,  una selección de artículos y ensayos publicados en el año 2006 por la Editora Bartleby  de Madrid, España.

No deja de ser significativo que los  temas de este panorámico libro se relacionan con el pensamiento y la poesía, el lenguaje y la filosofía, así como también con el análisis y los hallazgos de  algunos escritores dominicanos, hispanoamericanos y españoles, entre otros temas poéticos y culturales.

Desde esta perspectiva, la concepción creativa de una antropología  poética se hace quizá más clara. Una consideración sobre el decir universal del poema con relación al pensar basta para establecer la posibilidad de realizar y concluir una composición filosófica del  discurso. La significación de este discurso aparece en la génesis recíproca del  pensar y del sentir. Considerado aisladamente  de esta génesis mutua, el sentimiento razonado a través del lenguaje no es más que una palabra que cubre una multitud de funciones parciales: tendencias afectivas, trastornos linguísticos, estados de convulsiones internas, intuiciones y catarsis, pasiones y sentimientos. 

Situados en ese movimiento ontológico mutuo, en José Mármol pensar y escribir  “se explican” recíprocamente, el uno por el otro:   por un lado, la facultad gnoseológica engendra realmente, al jerarquizarse, los “grados” del sentimiento liberándolo de su confusión esencial; y por otro lado, el sentimiento engendra, verdaderamente, la incertidumbre del acto de escribir en todos sus niveles.

Thomas Mann decía que ser escritor no es una profesión sino una maldición;  lo que parecería estar tratando de explicar esa declaración es la situación ambigua del escritor en la sociedad en la que vive, y el material pulsional en el que debe hurgar, una y otra vez, poniendo el dedo en la llaga, para sacar sus imágenes a la luz del día. Un verso de Borges es como un eco de la afirmación de Mann: “mis instrumentos de trabajo son la humillación y la angustia”. Pero a pesar de estas verdades desalentadoras, de la presencia continua en su horizonte emocional del principio de realidad, José Mármol tiene el inmenso privilegio de forjar, para todos, imágenes que son emblemáticas del mundo y que, si llegan a perdurar, traerán tal vez con ellas, duradero, el sabor compartido de un lugar que es al mismo tiempo delicia, misterio y amenaza.

Desde su primer libro de ensayos,  la “Ètica del poeta” (1997) pasando por “Las Pestes del lenguaje  y otros ensayos” (2004) hasta “El placer de lo nimio” (2004), José Mármol llega a resumir su visión del poema como un espacio del pensamiento. Llega, incluso, a resumir su visión de la filosofía como un acto de reflexión lingüística y de  invención simbólica.  Un poema, es, dice José Mármol, una manera concreta de organización del mundo y de la vida, es decir, una forma de pensar y de escribir. De ahí  que la poesía del pensar sea incisivamente interrogativa, pues, pensar significa heideggerianamente hacer preguntas  coherentes y profundas, antes que ofrecer respuestas apodícticas y arrogantes.

Pensar quiere decir fundar en el lenguaje los atributos esenciales del conocimiento y compartir con la imaginación y con la sensibilidad la intuición desdichada de la vida. Esta percepción hace que un poema no sólo signifique, sino, que “sea” autoconocimiento y reflexión.

En la vida del espíritu llega un momento en el que la escritura, “erigiéndose en principio autónomo, se convierte, en destino”, ha dicho, por ello, Cioran. Entonces es cuando el Verbo, tanto en las especulaciones filosóficas como en las producciones literarias, revela su vigor y su nada. El artista va también de la palabra a lo vivido: la “expresión” constituye la única experiencia original de la que es capaz.

La simetría, la disposición, la perfección de las operaciones formales representa su medio natural: allí reside y allí respira. Y como pretender agotar la capacidad de las palabras, tiende, más que a la expresión, a la expresividad. En el universo cerrado en que vive sólo escapa a la esterilidad mediante ese rebosamiento continuo que en José Mármol supone un juego donde el matiz adquiere dimensiones simbólicas y la alquimia verbal logra dosificaciones increíbles para el arte. Una actividad tan deliberada, si bien se sitúa en las antípodas de la experiencia, se aproxima, por contrapartida, a los extremos del intelecto. Hace del artista que se entrega a ella un apasionado de la literatura.

Esa pasión puede ser, en sí misma, un absoluto. Pasión del lenguaje y rebelión contra el lenguaje: quizá estas dos actitudes no representan lo mismo para el escritor de antes, o le eran parcial y totalmente desconocidas. Antes, en efecto, el lenguaje no fundaba, sino, que estaba fundado en una verdad o en un orden superior y trascendente. El escritor podía o no interrogarse sobre el lenguaje, pero finalmente confiaba su validez a esa garantía superior; creía en su mundo y lo expresaba, lo ponía en palabras. El lenguaje, pues, no podía serle problemático: tenía confianza en él, y, por tanto, no podía cuestionarlo. Con la historia moderna, toda garantía superior desde una trascendencia desaparece y así el lenguaje pierde su fundamentación. Ya Nietzsche observaba que no se puede decir “esto es”, sino, “esto significa”; con lo cual no sólo ponía el paso de la trascendencia o lo absoluto a la inmamencia o  lo relativo, sino que, además, le daba una función central en el mundo.

El lenguaje es el mayor de los bienes dados al hombre, y el más peligroso también, decía Holderlin. Es peligroso quizá, y sobre todo, por la fatalidad de su propia naturaleza. Nos pone en contacto con el mundo a la vez que nos aleja de él; introduce un orden o una inteligibilidad en la existencia, pero también en el imaginario: las palabras son abstracciones que “flojan” o “congelan” una realidad  (y a nosotros dentro de ella) que está en continuo movimiento.

La literatura, por su parte, no sería más que intento por trascender esa fatalidad verbal, que José Mármol subraya desde Martin Heidegger hasta Roland Barthes, así como por casi todos los poetas modernos.

Ese intento es siempre dilemático: ¿cómo trascender esa totalidad del lenguaje, la de carácter social, que es todavía más determinante? Sabemos que la ambigüedad –otros dirían hoy la indeterminación– del lenguaje puede ser una riqueza: una manera de encarnar la diversidad del mundo, la secreta complejidad de la vida, diría Borges. Pero es obvio que esa ambigüedad puede ser empleada con otros fines: falsificar, manipular o dirigir las conciencias. Dominada por la propaganda en todos los niveles (las ideologías, incluso el arte mismo, parecen regidas por el mismo principio de la publicidad comercial), la sociedad contemporánea ha mostrado su pericia en el logro de esos fines, abusando del equívoco, las disquisiciones semánticas, los eufemismos y aun las metáforas. Ya el lenguaje no sólo sirve para todo, sino, también,  para nada.

La crítica del lenguaje por parte de José Mármol, contempla, explícitamente o no, todos estos planos. Es una crítica que incide, por tanto, en la conciencia del hombre: lo que hace reconsiderar su posición en el mundo y responsabilizarse con sus palabras: que sus palabras mantengan la palabra (y la Palabra). No se trata de cambiar de lenguaje, sino, en verdad, “de cambiar el lenguaje”. Cambiarlo es rescatarlo, devolverle su plenitud, o descubrirla, inventarla. “Dar un sentido a la palabra de la tribu” no es un mero intento de preciosismo, como algunos creen, sino de purificación más profunda. Una crítica que se impone estas exigencias dentro de la obra misma ¿no encierra una verdadera lucidez creadora, aun cuando esté continuamente al borde de su propia destrucción?

Esta aspiración radical, en el poeta José Mármol “está indisolublemente ligada a la necesidad de un nuevo lenguaje poético. Sólo hay una manera de abrir esa imprescindible brecha. Pensar, meditar críticamente el mundo y el lenguaje poético precedentes. Las formaciones discursivas, como las formas sociales, discurrido un tiempo y minadas sus bases individuales y colectivas de sustentación, se ven forzadas a abrir sus compuertas a posibles formas nuevas” (Pág 55). La presencia del pensamiento en la creación faculta al propio pensamiento para que acierte en la determinación del espacio y momento en que la apertura de una nueva renovación se haga impostergable.

Para José Mármol, todo problema –poético o filosófico, pero también el más cotidiano– se vuelve un problema linguístico, un problema ontológico.  Si el lenguaje, por una parte, pierde su fundamentación, se convierte, por la otra, en la fundamentación de todo. En el pensamiento moderno –podría decirse–, el lenguaje sustituye a la verdad. De igual modo, en la poesía moderna, el lenguaje sustituye a la realidad.

Tal situación central del lenguaje no conduce, como podría creerse, la confianza total por parte de este autor. Al contrario, Mármol comienza su obra interrogándolo, reflexionando sobre su poder o su eficacia. Por una parte, el objetivo de  Mármol es llevar al lenguaje a su máxima posibilidad expresiva; por la otra, el mismo Mármol tiene conciencia no sólo de la máxima imposibilidad de lograrlo, sino del equívoco que expresa que encierre la expresividad misma.

En uno y en otro caso, su actitud es crítica. En su búsqueda de una máxima posibilidad expresiva, lo que Mármol intenta es crear otro lenguaje: una alquimia verbal o una magia evocadora y expresiva de la experiencia  radical del ser.

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