Juan Bosch

Juan Bosch

A Juan Bosch me unió una entrañable amistad que se inició de una manera fortuita. Recién llegado de Chile, en 1971, fui visitado por un grupo de viejos amigos, algunos lasallistas, quienes me convidaron a ir a casa del líder político. El objetivo: solicitar a Bosch interceder a favor de un estudiante dominicano hecho preso en Madrid por la policía política franquista bajo cargos de participar en actividades comunistas.

Se trataba de Pablo Mariñez y quienes me formulaban el pedido eran José Manuel López Valdez, Cholo Brenes, Rafael Toribio y Eduardo García Michel, todos ellos egresados de universidades españolas.

No reparé un instante en acceder y acompañarles en la misión de salvamento. La premisa que servía a esta iniciativa -aparte de la nombradía de anfitrión- era el hecho de que Bosch había residido una temporada en España, en Madrid y Benidorm, y mantenía buenos contactos con algunas personalidades influyentes, entre ellas don Enrique Herrera Marín. Mariñez, quien colaboraba con la revista (Ahora!, era conocido de Bosch, al igual que otros estudiantes dominicanos radicados en España.

Fuimos recibidos por el profesor Bosch en la sala de su residencia de la César Nicolás Penson. Vestía una camisa blanca formal, abierta en el cuello. Nos hizo sentar en unas apacibles mecedoras criollas de guano, una de las cuales ocupaba. Enterado de los motivos del encuentro, rápidamente, como buen jefe político, empezó a trazar orientaciones precisas. Se requería de la intervención de un cura, dado el peso de la Iglesia en la España de Franco. Un periodista, Rafael Herrera, debía interceder. Los familiares y los amigos de Mariñez enviarían una comunicación de urgencia a la embajada española en el país demandando garantías a los derechos y a la seguridad del prevenido. La presencia de algún hombre de empresa, preferiblemente español, ayudaría el propósito. El, por su lado, movería sus propios hilos.

La estrategia elaborada por Bosch fue anotada por uno de los presentes, conforme a sus instrucciones, para que no quedara punto si ejecutar. Cuando se levantó la reunión, el anfitrión nos acompañó hasta la puerta. En el umbral, se fue despidiendo de cada uno de los visitantes. Al tocarme el turno, me dio una verdadera lección de genealogía de la familia del Castillo. Poniendo su mano derecha sobre mi hombro en gesto confiado, me clavó su mirada y dijo afectuoso: «José, esta es tu casa, no tienes que anunciarte. Ven cuando quieras. Me será grato recibirte».

Antes de este encuentro personal, la figura de Bosch era para mí la del líder que bajó del Olimpo del exilio antitrujillista y llegó una mañana clara al terruño natal, en el despertar libertario de los dominicanos. El orador que desde un balcón arengaba persuasivo a las masas en el parque Colón. El hijo pródigo que retornaba a la modesta calle Polvorín de la ciudad intramuros. El hombre de cabeza blanca, ojos azules, nariz rectilínea, labios carnosos, que vestido con chaqueta a cuadros, vi levantado en hombros por la multitud entusiasmada frente al Baluarte.

El Bosch ya Presidente que divisé en el Congreso y en el Palacio Nacional durante los actos de toma de posesión. El que hablaba semanalmente por televisión para rendir cuenta de sus planes y obra de gobierno, a quien antes había seguido a través de las emisiones radiales diarias de Tribuna Democrática, verdadera escuela radiofónica de educación ciudadana que inundaba las calles en el meridiano.

El Bosch del duelo televisivo decisorio con el padre Láutico García, en víspera de los primeros comicios libres. El del discurso memorable en el cual anunciaba que mientras fuera Presidente en sus manos no perecería la libertad. El escritor que había leído y deleitado mi curiosidad adolescente, a cuya puesta en circulación de Cuentos Escritos en el Exilio y David, biografía de un Rey, había acudido en el patio de la Librería Dominicana. Todavía mi olfato registra intacto el olor de tinta fresca de las portadas impresas en crema y verde claro de ambas obras editadas por don Julio Postigo.

El Bosch de la visita al México de Adolfo López Mateos. Del ballet folklórico de México y de Mario Moreno, Cantinflas, en el Estadio Quisqueya. El del grupo de poesía coreada de la Universidad de Puerto Rico dirigido por Maricusa Ornes. El del festival de teatro dominicano desarrollado en Bellas Artes. El de la Radio Televisión Dominicana Cultural, con escenificaciones de narraciones dominicanas.

Luego vendría su derrocamiento y el segundo exilio, ahora en Puerto Rico cobijado por sus amigos Luis Muñoz Marín y Jaime Benítez. Desde las estanterías de la Librería Amengual, en el corazón de El Conde, saldría a venderse como pan caliente Crisis de la democracia de América en la República Dominicana, su magistral ensayo sobre el experimento de reformas que su administración trató de impulsar y los factores que le llevaron al colapso. Antes, un artículo suyo publicado en Life en Español, bajo el sugestivo título de «la gramática parda del golpismo», había esbozado la tesis desarrolladas en el libro.

En 1964, siendo un joven dirigente estudiantil universitario del FURR, participé invitado por Enriquillo del Rosario Ceballos en varios encuentros que nuclearon en Santo Domingo y en Santiago a profesionales ya empresarios deseosos de una salida diferente al encajonamiento político del Triunvirato, preámbulo del movimiento constitucionalista.

Luego vendría el Bosch de la revolución de abril. Sus mensajes radiales, declaraciones y orientaciones durante esa dramática jornada que templó el acero de la patria. Estuve presente cuando regresó y habló desde la tribuna emplazada en el monumento Trujillo-Hull del Malecón, frente a la explanada del parquecito Rubén Darío. sus palabras fueron de moderación, ante una multitud enardecida que coreaba «Bosch, seguro, a los yanquis dale duro» y flameaba banderas rojas del Partido Comunista.

Yo partí hacia Chile. Bosch iría a España, tras perder las elecciones del 66 frente a Balaguer. Mi madre Fefita -quien nunca ha sido política- me envió a Santiago de Chile una carta que aún recuerdo, en la que me decía: «Mi hijo, como sé que habrías votado por él, fui y voté por Juan Bosch. Pero ganó Balaguer. Otra vez vuelven a mandar los trujillistas». Miguel Alfonseca, amigo del barrio, lo había retratado en un magnífico cuento, «El regreso de los trajes blancos», en alusión al retorno al poder de la burocracia del Jefe, acostumbrada a usar esa vestimenta de gala tropical.

En Chile -suscrito a la revista (Ahora!- recibí los artículos de bosch sobre su viaje a los «antípodas», así como la edición que hizo esta publicación de la Tesis de la Dictadura con Respaldo Popular, cuyo ejemplar tras leer presté a mi querido profesor de sociología Clodomiro Almeyda, a la sazón director de la Escuela de Sociología de la Universidad de Chile y quien luego sería canciller de Allende. Clodomiro -quien había publicado en 1955 Cuba, isla fascinante en la colección América Nuestra que dirigía en la Editora de la Universidad de Chile- me devolvió la Tesis con comentarios elogiosos, así como lo había hecho previamente con El Pentagonismo sustituto del Imperialismo, editada también por (Ahora! y luego en la Colección Mínima de Siglo XXI de México.

En las librerías chilenas me había encontrado con otros títulos de Bosch editados en ese país a mediados de los 50: La Muchacha de la Guaira (Nascimento), Judas Iscariotes, el calumniado (Prensa Latinoamericana) y Cuento de Navidad (Ercilla), los cuales leí con particular deleite. En la Biblioteca Nacional devoré la edición príncipe de la Mañosa, novela de las revoluciones, de 1936, celosamente preservada.

Al triunfar Allende, Hatuey Decamps fue enviado a Chile por Juan Bosch para representarlo en los actos de toma de posesión. Nos habíamos conocido por mediación de mi viejo amigo Rafael Alburquerque, a la sazón presidente de la Internacional Juvenil Socialista (IUSY), en ocasión de un seminario latinoamericano celebrado por esta organización en Santiago de Chile. A su llegada, Hatuey me llamó por teléfono y así compartimos todo el programa y los encuentros con las personalidades convidadas, entre las que se hallaba Julio Cortázar.

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