Juan Enrique Kunhardt

<p>Juan Enrique Kunhardt</p>

EZEQUIEL GARCÍA TATIS
De ascendientes alemanes, su abuelo vino al país casado a trabajar en el ferrocarril Sánchez-La Vega, Juan Enrique y otros cuatro hermanos nacieron en San Francisco de Macorís y allí realizaron los estudios primarios y secundarios. Los estudios universitarios los realizó en Santo Domingo, graduándose de médico al comienzo de la década de los cuarenta. Hizo la pasantía en Elías Piña y, al sufrir la rotura de un brazo, viajó a Estados Unidos, donde cursó algunos estudios más avanzados.

Llegó a Montecristi en 1945 a dirigir el hospital Padre Fantino, que entonces estaba localizado en el edificio de dos plantas ubicado en la calle Rodríguez Camargo, propiedad de doña Amada Solano. Desde el inicio emprendió el ejercicio de su profesión y la dirección del hospital con especial dinamismo. Se extendió su fama por toda la región y, diariamente, llegaban al hospital de Montecristi dos autobuses medianos llenos de pacientes provenientes de poblados de la provincia vecina, Puerto Plata.

Me correspondió, una vez, dar una “bola” a una señora que no podía esconder su pobreza. La ví a la salida de la ciudad, sentada, con un niño en sus brazos, en las escaleras de lo que había sido local del Partido Dominicano. Me paré, le pregunté dónde iba y me contestó: “A Santiago”. Luego, ya de camino, la interrogué sobre qué vino a hacer a Montecristi, y me contestó: “Vine a que el doctor Kunhardt me tratara a mi hijo”. También venían montecristeños, parientes, amigos y conocidos, residentes en New York a verse con Kunhardt.

Con inquietudes y curiosidades por la ciencia y la mecánica, cuando fue presidente del Ayuntamiento y se dañaba la planta de agua, situada en El Puente, él iba e indicaba cómo repararla. También reparaba el reloj del Ayuntamiento y en su casa nunca necesitó plomero ni electricista. Su curiosidad lo llevaba a desarmar los radios y, luego, armarlos para conocer su funcionamiento. Cuentan que, una vez venía a Santo Domingo en un carro que le compró a doña Isabel Mayer. El vehículo se dañó a la altura de Navarrete y Kunhardt le indicó al chofer cuál pieza él creía que había fallado, acertando en su estimación.

Viví esta historia. Mi hermano menor, Miguel, nació con el píloro estrecho. No le pasaban los alimentos y, a mí, me despertaban a las tres o cuatro de la madrugada a ordeñar una burra localizada en el patio vecino, por ser esta leche más fina que la de la vaca. El niño seguía flaco como un carrao. Mamá fue donde el doctor Kunhardt y éste le recomendó darle tisana de mierda seca de vaca. Así se hizo y, hoy, el doctor Miguel García con cincuenta y un años, está gordo como un tanque. La tisana le creó flora intestinal que retenía los alimentos. También he oído que a su casa fué una pareja (hombre y mujer) de haitianos y que el varón estaba padeciendo de Sida. El doctor Kunhardt tenía plantado en su patio un árbol, que se creía traído de Africa, y recomendó al haitiano tomar té de la flor de ese árbol. El paciente vivía en Mao y solamente localizó ese árbol en el Ayuntamiento de esa ciudad. Tomó el té varios meses, al final de los cuales regresó a Montecristi a darle las gracias al doctor por el cambio experimentado en su salud.

De los cuatro hijos de Juan Enrique Kunhardt e Irma Grullón, dos son médicos, Rudi y Tania; Janet es psicóloga y Erick, siendo el estudiante más joven en la historia de su colegio en Estados Unidos, obtuvo las notas más altas jamás alcanzadas. Allá se graduó de físico nuclear, trabajó muchos años para la NASA y hoy, es asesor de ese Centro Espacial. Retirado el doctor Kunhardt de la dirección del hospital, los pacientes continuaron yendo a su casa desde tempranas horas de la mañana en busca de salud; allí a todos atendía, sin considerar el aspecto económico. Era el médico del pueblo y, naturalmente, allá iban los que no tenían con qué pagarle. Kunhardt se sintió bien en Montecristi. Construyó una casa en el Barrio de Mejoramiento, al inicio de Bella Vista, desde donde divisaba El Morro y el amplio mar Atlántico y recibía la brisa yodada cargada de salud. Vivir allí era, al mismo tiempo, un descanso.

Le oí, más de una vez, decir “Este pueblo no pide, es orgulloso”.

Se comentó bastante, durante sus últimos años que algunos en su familia insistían en que debía ser enterrado en San Francisco de Macorís, junto a sus padres y hermanos, pero sus hijos se dieron cuenta de que él prefería, cuando tuviera que descansar para siempre, estar al lado de su esposa, muerta hacía un año y enterrada en Montecristi.

Su padecimiento final fue corto. Idos Fellito Moscoso, su gran amigo, hace unos cuatro años y, luego, doña Irma, decía a su hijo, médico. “Estoy satisfecho de haber cumplido mi misión, cuando me enferme, no hagan mucho esfuerzo, déjenme partir tranquilo”. Y así fue, murió a los 88 años, en gran paz. Fue un gran hombre.

Sugiero que su memoria sea honrada dándole su nombre al hospital de Montecristi. Propuesta que, estoy plenamente seguro, no encontrará una sola oposición.

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