El hombre dominicano actual, el de este fin de siglo XX, cree que el sentido de su vida no está en el pasado ni en el futuro, sino en el presente, en el aquí y ahora. Cree que al pasado no se retorna y que la idea del futuro es la de un espacio por recorrer o conquistar, un sitio que hay que desarrollar: esta media isla.
Sabe también que la República Dominicana de hoy es un fragmento de una historia más vasta, que se resume en la recuperación de nuestra historia, desde los 4 siglos de dominio español hasta los fracasos de nuestras guerras de independencia. Sabe que tantos intentos en busca de bienestar, principalmente en los siglos XIX y XX, han sido y siguen siendo respuestas truncas a nuestras insuficiencias de desarrollo y que de ahí arrancan nuestras fatales y obvias limitaciones: a diferencia de Europa y los Estados Unidos, donde la revolución fue una consecuencia natural del desarrollo, en nuestro país, las revoluciones se convirtieron en una vía falsa de desarrollo, con los pésimos resultados que todos conocemos, dirigidas por caudillos revolucionarios militares o caudillos civiles. Pedro Santana, Buenaventura Báez, Ulises Heureaux, Rafael Trujillo, Joaquín Balaguer, etc., además de centenares de montoneras revolucionarias sin futuro.
Los dominicanos hemos sido en los siglos XIX y XX copistas de modelos extranjeros, pero resulta que de esos modelos de desarrollo, salvo la panacea de la tecnología extranjera, lo que hemos asimilado, debido a nuestra historia tan particular, han sido guerras permanentes o dictaduras de larga data: 120 años de nuestra historia republicana han sido gobiernos de fuerza.
Es ahora cuando por fin estamos aprendiendo a pensar en verdadera libertad. No es una falla intelectual sino moral: los valores de un espíritu (creencias, sentimientos, jerarquías), decía Nietzsche, se miden por su capacidad de soportar la verdad. Y no tenemos desarrollado ese espíritu crítico, ese civismo, ese amor por lo veraz. En efecto, una de las razones claves de nuestra limitación para la democracia es nuestra correlativa incapacidad crítica que ponga en tela de juicio, los valores y las creencias sobre la que se ha edificado nuestra civilización caudillista. La enfermedad que corroe nuestra sociedad es constitucional y congénita. No es algo que nos viene desde afuera, es una enfermedad que resiste todos los diagnósticos, lo mismo a los de aquellos que se dicen herederos de Tocqueville, como a los que se reclaman herederos de Marx. Extraño padecimiento que nos condena a desarrollarnos y a prosperar sin cesar, multiplicando nuestras contradicciones, enconando nuestras llagas y exacerbando nuestra inclinación a la destrucción: fortalecer el status que del subdesarrollo, que es en nuestro caso, reforzar el sistema caudillista que crece y se expande a expensas de la comunidad dominicana que produce riquezas.
La gran pregunta es la siguiente: ¿Pueden nuestros cerebros más lúcidos, en nuestras comunidades, aquellos que no sufren de caudillismo congénito y que han demostrado ser exitosos, generar un movimiento, que pueda recuperar el aquí y el ahora, dentro o al margen del sistema político actual? Digo al margen del sistema político, porque en los últimos 38 años de pluripartidismo, la política dominicana se ha convertido en un negocio absurdo, particular, profundamente desacreditado y deshonesto.
En el sucederse de las generaciones (y en cuanto cada generación expresa la mentalidad de un período de 30 años) puede ocurrir y ocurre, que se tenga una generación anciana de ideas anticuadas y una generación joven de ideas infantiles, es decir que falte el anillo histórico intermedio, la generación que pudiera educar a los jóvenes. (Gramsci). Todo esto es relativo, naturalmente. Este anillo no falta nunca del todo, pero puede ser muy débil cuantitativamente y por lo tanto imposibilitado para sostener su misión: organizar lo que los norteamericanos llaman un trust de cerebros en la nueva generación, que permita desplazar al modelo caudillismo de una vez y para siempre. Esta educación debería ir dirigida en dos sendas simultáneas: 1) realizar una transformación en la administración del Estado, haciéndolo ejemplar en su opacidad de todos los realismos de corto y largo plazo. Es decir, convertir un estado burocrático sin planes en un Estado eficiente, basado en una estricta planificación sectorial. 2) Construir una sociedad de mercado que proteja al productor, que incentive a la población a trabajar y mejorar considerablemente sus condiciones de vida. No un mercado libre y ciego, sino libre y protector del que produce riquezas. En el primer caso significaría crear los tres poderes independientes del Estado, de manera que el Poder Ejecutivo deje de ser un Virrey y la clase política una cohorte de pequeños virreinatos. En el segundo caso, hacer una ruptura radical con este período mercantilista, donde un Estado ineficiente es sagrado, impensable para industrializar a ningún país, a ninguna región, a ninguna provincia. Y pasar a una economía de mercado, que forme un empresariado moderno, que fue lo que hizo grande a Europa, a los Estados Unidos y al Japón.
En ambos casos una perestroika duartiana pues esas y no otras fueron las ideas del patricio Juan Pablo Duarte, quien terminó su vida, por obra y gracia de la violencia del caudillismo, vendiendo velas en las selvas de Venezuela, exiliado, en la más ingrata miseria. Si de verdad creemos en Juan Pablo Duarte, hay que construir una sociedad libre, pujante, preparando cuidadosamente nuestro desarrollo, aquí y ahora, en el presente: en el ámbito provincial, regional y nacional en dirección al mundo y en relación con él.