Juan Pablo Duarte Desaparece

<STRONG>Juan Pablo Duarte Desaparece</STRONG>

Juan Pablo Duarte desapareció sin dejar rastro. Buscaba un sitio remoto donde sepultar su vida,  aislarse del torbellino de las pasiones humanas, de todo contacto con sus semejantes. Se internó en la selva venezolana ocultando en la espesura boscosa sus decepciones, sus desengaños, la amargura ante el derrotero que tomaba la patria.

Un peregrinaje   por los confines de la  Amazonía, desde el gran delta del Orinoco. Retiro místico, conviviendo  entre  indígenas cuyas costumbres narró en sus desaparecidas memorias sobre sus andanzas por las profundidades selváticas del sur y el oriente de Venezuela.  

Las relaciones de mis viajes y de las costumbres de los pueblos que visité corrieron la misma suerte que mis trabajos sobre la historia de mi patria, con la diferencia de que éstos fueron destruidos por las llamas y aquéllas por el fuego de la ambición, que oculta con el manto de la libertad, destruye cuanto encuentra a su paso.

Apenas unas líneas suyas y de su hermana Rosa atestiguan el errante caminar que  lo enrumbó por  regiones habitadas por  tribus indígenas, los makiritares y piaroas, entre otros pobladores dedicados al comercio fluvial.  Navegaban en bongos, canoas largas  similares a los cayucos de los taínos que desde el Orinoco llegaron a la isla de Haití.

Después de escribir “La cartera del proscrito”, Duarte desapareció, perdió todo contacto con amigos y familiares. 

Desde entonces me dediqué a viajar; 12 años estuve en el interior de  Venezuela recorriendo la parte oriental y occidental. Al fin me avecindé en El Apure, en donde contraje amistad con el  párroco San Gervi, con el que aprendí portugués y empecé estudiar Historia Sagrada.

Las huellas de su itinerario  se perdieron, al paso de los años pensaron que había muerto. Nada sabían del Libertador dominicano, decidido a una renuncia plena.

 Necesitaba vivir en soledad, impelido por el obsesivo sentimiento de culpa  ante los daños infligidos a su familia y a los   trinitarios. 

Deseaba alejarse definitivamente de la vorágine política dominicana,  evitar ser tomado como enseña por alguna  facción,  no volver a despertar discordias ni  alentar una guerra civil.

Por eso no regresó a la patria cuando en 1848 el presidente Manuel Jimenes González lo amnistió junto a otros trinitarios desterrados.

Los dominicanos dieron muestras de unidad y valentía en la guerra con Haití, finalizada en 1856. En cambio, en la política primó el divisionismo que  desbordaban las pasiones.

La rivalidad se encendía  entre santanistas y baecistas, que se alternaban el poder en sucesivos regímenes despóticos. Hateros, cortadores de madera del Sur y comerciantes mantuvieron la hegemonía durante los diecisiete años de la Primera República.   

Rompe aislamiento. La vida del patricio comenzó a cambiar al conocer al sacerdote Juan Bautista Sangenis (San Gervi), quien ocasionalmente   visitaba aquellas zonas casi inhabitadas.

Su presencia  en esas soledades impresionó al misionero, conmovido por el drama  del desterrado.

De sus conversaciones nació una  profunda amistad.  El misticismo de Juan Pablo se robusteció al contacto con el espíritu elevado del sacerdote, muy versado en religión y política.

Poco a poco Sangenis lo convenció de abandonar su aislamiento y trasladarse a un sitio menos inhóspito. Accedió y hacia 1852, Duarte se  trasladó a la  entonces Provincia de Apure,  donde se habían concentrado intelectuales, políticos y militares venezolanos inconformes con el gobierno.

Recorrió esa zona de planicies extensas con prolongados períodos de lluvias que todo lo anegaban, causando estragos el paludismo y la fiebre amarilla.

Achaguas. Juan Pablo se estableció en   Achaguas, ciudad  con edificios de barro y caña de bahareque, a orillas del río Apure,    donde   permaneció  algunos años. Ahí comenzó una nueva vida, entre amistades con las que conversaba en portugués.  

En Achaguas contó con otro fiel amigo y protector,  don Marcelino Muñoz, de gran prestigio en la comarca, un  defensor, al igual que Sangenis, de las reivindicaciones para  transformar la sociedad venezolana, dominada por una élite de terratenientes.

Con  él  compartió hasta 1856, cuando le sorprendió la muerte. En sus honras fúnebres, Duarte pronunció una elegía  reproducida en el folleto “Honores Póstumos del Señor Marcelino Muñoz”, incluido como apéndice en el opúsculo “Aportes a una Bibliografía sobre el Estado de Apure”, escrito por Argenis Méndez Echenique.

San Fernando. Tras la muerte de don Marcelino, quizás huyendo de la devastación  ocasionada por la Guerra de la Federación de Achaguas,  se trasladó a  la ciudad de San Fernando de Apure, capital provincial.

Visitó otros poblados de las llanuras apureñas, probablemente  acompañando en su ministerio a Saingenis, quien al constatar su fe, el apego a las disciplinas religiosas y filosóficas,   lo invitó a abrazar la carrera eclesiástica.

 La respuesta la comunicó Juan Pablo en una carta a su familia:

Quería que me dedicara a  la Iglesia, pero los asuntos de mi patria, que esperaba concluir, me impedían tomar ese estado. 

La carta regocijó a la familia, enterados al fin de la suerte del desaparecido.

El regreso. La muerte de Sangenis, en  1861, fue un  duro golpe para el patricio,  habituado a las prácticas religiosas y a la compañía del sacerdote. 

Al verse sin ese apoyo moral,  en él se despierta súbitamente el deseo de regresar, de   reincorporarse al mundo que había abandonado.

Un suceso imprevisto, que coincide con ese estado anímico, lo indujo a  regresar a Caracas:  sus parientes le escribieron dándole una “funestísima noticia” sobre el destino de la República.

Impelido por la voz del patriotismo, que  con intensidad lo llamaba, ya nada lo detendría para ir en  defensa de la patria.   

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