Juan Pablo II pidió perdón en República Dominica por los abusos cometidos a la raza aborigen, según testimonio de un periodista que lo acompañó por América

<P>Juan Pablo II pidió perdón en República Dominica por los abusos cometidos a la raza aborigen, según testimonio de un periodista que lo acompañó por América</P>

NUEVA YORK (AP) .- En la Plaza de la Revolución de La Habana eclipsó a Fidel Castro. En Managua regañó públicamente al sacerdote Ernesto Cardenal por meterse en política.

En Santo Domingo pidió perdón por las ofensas sufridas por los indígenas de América durante la conquista española. Desde el Vaticano lidió con la Teología de la Liberación. Y en sus 18 viajes por todos los países latinoamericanos difundió incansablemente su prédica conservadora en el terreno religioso y liberal en el terreno social.

Es el papa Juan Pablo II, una de las figuras más influyentes en la segunda mitad del siglo XX, al que la iglesia Católica busca elevar al umbral de la santidad. En mi condición de enviado especial de la Associated Press tuve el privilegio de acompañarlo en once de sus viajes a 13 países del que bautizó como «continente de la esperanza» y que contó con su predilección principalmente por tres motivos: América alberga a la mitad de los más de 1.000 millones de católicos en el mundo, la religión católica al igual que el idioma español son prácticamente el nexo común de todo un continente, y los debates a veces ásperos sobre liberación y justicia nacidos en América enriquecieron su doctrina social.

Vi por primera vez a Juan Pablo en 1979 cuando llegó a México procedente de la República Dominicana, en el primero de los que serían los 104 viajes de su pontificado fuera de Italia. El público desbordaba de curiosidad por ver al primer pontífice no italiano en unos 450 años.

Su antecesor, Juan Pablo I, había sido una incógnita en su pontificado de poco más de un mes, y solamente Pablo VI había visitado Latinoamérica cuando fue a Colombia en 1968. Hasta entonces los papas eran figuras distantes y poco accesibles.

¿Quién era ese religioso polaco, que había sufrido las penurias del nazismo y el comunismo, interesado en la poesía, el teatro y los deportes? En medio de una movilización masiva —trabajadores, indígenas, fieles, curiosos— Juan Pablo llegó a la ciudad colonial de Puebla para inaugurar una reunión de obispos latinoamericanos, la tercera que se hacía en 34 años. Lo hizo en un automóvil enorme, descapotado, cuando nadie imaginaba que años más tarde haría falta un «papamóvil» para protegerlo de ataques.

Se le veía relativamente joven a sus 58 años, con aspecto deportivo, sonrisa fácil, aspecto resuelto y un carisma indudable.

 Pese a su investidura no intimidaba sino transmitía una sensación paternal. La visita papal y la conferencia de obispos —que siguió después de su partida— fueron fascinantes y agitadas. Allí no solamente estaban los cardenales y obispos más prominentes, sino también teólogos disidentes, activistas, partidarios de la Iglesia Popular de Nicaragua y de la Teología de la Liberación, con la que más adelante, el flamante pontífice lidiaría desde el Vaticano.

Allí estaban el brasileño Helder Cámara al que apodaban el «obispo rojo», el superior de los jesuitas Pedro Arrupe, el obispo salvadoreño Oscar Romero a quien asesinarían pocos meses más adelante. Independientemente de la agitación que causaba la mayor o menor participación de religiosos en la política o en movimientos revolucionarios, la seducción personal que ejercía Karol Wojtyla no hizo sino crecer con cada uno de sus viajes a Latinoamérica.

Una de sus visitas más emotivas fue a los vestigios de la ciudad colombiana de Armero, que había sido destruida completamente por un alud de lodo que cobró más de 20.000 vidas. Llegué en helicóptero a un puesto del ejército y desde allí nos acercamos con un fotógrafo a un altar improvisado en medio de un paisaje lunar y yermo donde se había alzado una ciudad.

A 500 metros del altar, una mujer rezaba en medio de la nada, y me aseguró que en ese sitio hubo alguna vez una calle con una casita en la que vivía su hijo estudiante, desaparecido en la tragedia. Muchos de los que recibieron a Juan Pablo mostraban fotografías de sus familiares muertos.

El Papa oró en silencio y alguien creyó divisarle una furtiva lágrima. En Puerto Príncipe, Haití, el pontífice llevó su mensaje de esperanza al país más pobre del continente. Allí visité a un «houngan», o brujo del vudú, que se mostró muy impresionado de que Juan Pablo hubiese besado el suelo a su llegada —tal como lo hacía en su primera visita a un país antes de que la enfermedad y la edad se lo impidieran— y me dijo con toda convicción que «la diferencia es que nosotros practicamos la magia negra y él la magia blanca». En Caracas, todavía joven, el Papa protagonizó uno de los diálogos más emotivos en un encuentro con los jóvenes, sus aliados más entusiastas.

En un estadio deportivo presenció danzas, canciones y representaciones, luego de lo cual improvisó uno de los diálogos más emotivos de todos sus viajes, y a cada una de sus frases, bromas o gestos la multitud rugía de aprobación. Allí se popularizó el cántico «íJuan Pablo Segundo, te quiere todo el mundo!»

En medio de signos políticos y revolucionarios, en La Habana, Juan Pablo llevó un respiro a la sufrida Iglesia cubana —que en los primeros años de la revolución sufrió la muerte y expulsión de religiosos y expropiaciones— y Castro permitió ese año que la gente pudiera celebrar la Navidad. Durante su largo papado, Juan Pablo estableció relaciones diplomáticas con México, controló a los sectores más militantes de la Iglesia brasileña y puso fin a las asperezas del debate sobre revolución y religión. También evitó una guerra entre Argentina y Chile, que estuvieron por iniciar hostilidades por un problema fronterizo en el extremo sur. El Papa envió como mediador al cardenal Antonio Samoré, que inició negociaciones con ambos bandos y logró detener el fragor de las armas.

Las arduas conversaciones siguieron durante el mandato de dos generales hasta que concluyeron exitosamente cuando volvió la democracia a la Argentina. El tratado de paz definitivo se firmó el 29 de noviembre de 1984. En la III Conferencia General del Episcopado de Puebla en 1979, la Iglesia ni siquiera se animó a mencionar la Teología de la Liberación, lo que metafóricamente significaba tener a un «elefante en medio del salón que nadie se atreve a mencionar». Un documento presentado por uno de los grupos de trabajo pretendió hacerlo, pero después el plenario de los obispos lo eliminó del documento final. En ese entonces la AP mostró una foto del texto suprimido.

 Pero en el documento Libertatis Nuntius de 1984 la iglesia por primera vez admitió la existencia de ese movimiento que agudizó la conciencia política de los cristianos y planteó el «problema de la religión» a los revolucionarios.

En un segundo documento de 1986, Libertatis Conscientia, la admitió en su seno siempre que excluyera las corrientes extremas, se despojara de la metodología marxista y rechazara la apelación a las armas como primer recurso.

El Papa no dejó país por visitar en Latinoamérica y tampoco le tembló la voz para reclamar justicia a los regímenes militares; al Paraguay de Alfredo Stroessner o el Haití de «Baby Doc» Duvalier. En uno de sus cinco viajes a México, en 1999, presentó su documento más importante para el continente: la exhortación apostólica «Ecclesia in America», en la que pidió alivio al agobio de la deuda externa, advirtió sobre los peligros de un neoliberalismo desbocado, reclamó justicia para los inmigrantes, documentados o no, en una especie de detallado testamento personal para su América amada.

Al ver los conflictos contemporáneos de América, la historia le ha dado la razón. En su último viaje latinoamericano, a México y Guatemala, su salud estaba visiblemente quebrantada.

En el país centroamericano, donde el pueblo lo recibió con las tradicionales alfombras multicolores de flores, después que pasaba el papamóvil la gente recogía en frasquitos los pétalos ajados a modo de recuerdo y de reliquia. Pero cada movilización le exigía esfuerzo y la cabeza se le caía sobre el altar. El domingo, la Iglesia procederá a la beatificación de un hombre que dejó su sello en la historia y una huella imborrable en Latinoamérica. Millones de latinoamericanos no se conformarán con menos que su santidad.

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